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No se haga mi voluntad, sino la tuya

  • 18 may
  • 2 Min. de lectura


Versión en video: https://youtu.be/IhWKdBM9yXs


Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. (Lucas 22:41–42)


Hay momentos en nuestra vida cristiana en los que obedecer a Dios significa caminar por senderos que preferiríamos evitar. Hacer su voluntad no siempre coincide con nuestros deseos, planes o comodidad. Es en esos momentos donde el corazón es verdaderamente probado, y nuestra fe, afinada.


El Señor Jesús, el Hijo de Dios, enfrentó uno de esos momentos en el huerto de Getsemaní. Allí, bajo el peso de una angustia indescriptible, sabiendo lo que le esperaba —traición, tortura, abandono, y la cruz—, clamó con honestidad: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa”. Esta oración no fue una muestra de debilidad, sino de profunda humanidad. Cristo no negó el sufrimiento, ni fingió que no dolía. Pero lo más impactante es lo que dijo después: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.


Aquí vemos el corazón rendido de un verdadero Hijo. La obediencia de Jesucristo no fue automática ni insensible; fue consciente, deliberada, dolorosa y gloriosa. En Getsemaní aprendemos que obedecer a Dios no es cuestión de sentir ganas, sino de amarle más que a nuestra propia voluntad.


En nuestras propias “noches de Getsemaní” —esos momentos de decisión donde lo que Dios pide duele o cuesta— tenemos delante el ejemplo perfecto del Señor Jesús. Podemos orar con sinceridad, podemos confesar nuestra debilidad, pero no podemos pasar por alto que la verdadera madurez espiritual florece cuando decimos, aunque nos cueste: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.


Porque al final, la voluntad de Dios no solo es buena y agradable, sino también perfecta (Romanos 12:2), incluso cuando no lo parezca en el momento. Lo que hoy duele, mañana glorifica a Dios. Lo que hoy es cruz, mañana es resurrección.

 
 
 

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