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  • Foto del escritorAlexis Sazo

Episodio #75 La humillación divina



 

Nota: Esta es la transcripción de un episodio del podcast Edificados en Cristo. Para escuchar el episodio del podcast hacer click aquí.

 

¡Sean muy bienvenidos al episodio número 75 del podcast; el cual es una pausa en la serie de las bienaventuranzas! Porque en el episodio de hoy hablaré acerca de la «la humillación divina».


Están escuchando Edificados en Cristo y mi nombre es Alexis. Este podcast tiene como objetivo que profundicemos en la Palabra de Dios, que conozcamos más del Señor y que descubramos cómo podemos edificar nuestras vidas sobre la Roca que es Cristo, el Señor.


Mis amados hermanos, hoy desde temprano he estado meditando en la humillación de nuestro Señor Jesús. Por eso titulé este mensaje de esa manera. A decir verdad, podemos descubrir que la humillación de nuestro Señor comenzó mucho antes de siquiera descender y tomar forma de hombre.


Dice su Palabra en Salmos 113.5–6 ¿Quién como Jehová nuestro Dios, que se sienta en las alturas, que se humilla a mirar en el cielo y en la tierra? Acá podemos ver que el solo hecho de que Dios nos mire desde su altísimo trono, en los lugares del norte, como dice en Isaías 14.13, ya es una humillación. Y ¿por qué es una humillación? Se podrá preguntar alguien. Bueno, porque Dios es Santo y sus ojos no toleran ver el pecado según leemos en Habacuc 1.13.


Pero ¿y qué vio Dios cuando se humilló a mirar a sus criaturas? Dice su Palabra:


Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. (Salmos 14.2–3)


Y dice también:


Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal. (Génesis 6.5)


Pero, a diferencia de aquella primera vez en Génesis, esta vez no nos destruyó, sino que Dios quiso mostrarnos su amor al extendernos su misericordia. Por eso su Palabra dice: Alabad a Jehová, porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia (Salmos 136.1). Y podemos entender la misericordia no como un mero sentimiento superficial por las desgracias ajenas, en la cual sentimos simpatía; sino que implica un deseo activo de eliminar dichas miserias. Y como vemos en el salmo que recién leí, su propia naturaleza bondadosa le movió a misericordia. Por eso es que el profeta Miqueas dice:


¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados. (Miqueas 7.18–19)


Y es en esta misericordia desplegada que el Señor Jesús hizo lo que nos describe el apóstol Pablo en su carta a los filipenses; escuche:


Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Filipenses 2.5–9)


Nosotros jamás alcanzaremos a entender la cuantía de la humillación le supuso al Señor Jesús el solo hecho de humanarse, porque nosotros no conocemos, primero, su gloria, y segundo, una condición diferente a la de ser seres humanos. Pero, sí podemos entender en parte la humillación que Él sufrió a manos de los hombres de la época; por ejemplo, dice su Palabra:


Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza. (Mateo 27.27–30)


Creo que todos podríamos entender que se sentiría si alguien nos desnuda, se burla de nosotros mientras estamos casi desnudos y nos golpean sin causa. Aunque dudo que alguno de nosotros haya estado en una situación similar a la del Señor Jesús.


Mis hermanos, lo que cada uno de nosotros le causó al Señor con sus pecados es algo que jamás podremos entender a cabalidad; aunque el salmista, guiado por el Espíritu Santo, dice:


Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios. (Salmos 69.1–3)


¡Qué humillación que el Santo, el Justo, aquel que no puede siquiera mirar el pecado, se volvió pecado por nosotros; por sucias criaturas pecadoras! ¡Cuánto humillamos, al Señor; cuánto!


Ahora, no sé si usted, hermano, hermana, concuerda conmigo en lo que voy a decir; pero personalmente considero que la mayor humillación a la que sometimos al Señor Jesús fue el hecho de hacerle gustar la muerte. Porque para expiar nuestras transgresiones Él tuvo que decir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lucas 23.46).


Digo que para mí es la mayor de todas las humillaciones, porque Él es la vida, Él es la fuente y el origen de toda vida existente ¡y nosotros lo matamos! ¡Nuestros pecados lo clavaron en la cruz y lo hicieron morir como un vil y sucio pecador! ¡Nosotros lo hicimos maldición! Porque maldito es todo aquel que es colgado en un madero, dijo Pablo en Gálatas 3.13, citando el pasaje de Deuteronomio 21:23.


Mis hermanos, les pregunto, ¿acaso no merece Él toda nuestra adoración? ¡Claro que la merece! Por eso nos dice su Palabra:


Y vino, y tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono. Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos; y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. (Apocalipsis 5.7–9)


Mis amados hermanos, les invito a que nos unamos a los cuatro seres vivientes y a los veinticuatro ancianos; y honremos a aquel que vive y reina por los siglos de los siglos, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero (Efesios 1.21); a nuestro Señor y Salvador Jesús.


Que el Señor bendiga su Palabra.



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