Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos. En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti. (Salmos 119:10–11)
—Hijo mío —dijo el jefe árabe—, ve corriendo al manantial y tráeme una cesta de agua. El niño fue corriendo y llenó la cesta; pero antes que pudiera emprender el regreso a la tienda, toda el agua se había escapado. Entonces dijo a su padre:
—Aunque un gran número de veces he llenado la cesta de agua, toda se sale pronto.
Entonces el padre tomó la cesta y dijo:
—Lo que dices, hijo mío, es la verdad. El agua no se ha quedado; pero mira cuán limpia está la cesta. Así será con tu corazón: no podrás recordar todos los preceptos que has oído, pero procura siempre atesorarlos y harán tu corazón puro y apto para usos celestiales.
Cuando era un muchacho, «estuvo de moda» esta analogía con respecto al efecto que tiene la Palabra de Dios sobre nosotros. Recuerdo que la enseñanza era algo como: no importa si solo lees la Biblia, sin estudiarla en profundidad, de todas formas mantendrá limpio tu corazón… y luego se sumaba la analogía de más arriba.
No obstante, lo que su Palabra nos dice algo diferente a esta enseñanza. En el mismo capítulo 119 de Salmos, dice en el versículo 9: «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra». La versión NTV es muchísimo más clara: «¿Cómo puede un joven mantenerse puro? Obedeciendo tu palabra» (Salmos 119:9). Acá podemos darnos cuenta de que si queremos tener una vida pura, libre de pecados delante de nuestro Dios, más que leer la Biblia, es que debemos obedecerla. Por eso se nos dice en Santiago:
Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. (Santiago 1:22)
Así que, hermanos, debemos no solo leer su Palabra, no solo debemos escudriñarla, memorizarla y estudiarla a fondo, sino que, principalmente, debemos ponerla en práctica si es que deseamos tener vidas limpias delante de nuestro Señor.