El soberano Dios que se hizo siervo
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Versión video: https://youtu.be/1Fh6kDWlzLo
El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres. (Filipenses 2:6–7)
Hay un misterio sublime en el carácter del Señor Jesús: siendo el Soberano eterno, regente de toda la creación, digno de toda gloria, honra y alabanza, eligió voluntariamente el camino de la humillación. No fue obligado. No fue forzado. Él mismo “se despojó”, no de su divinidad, sino de su derecho legítimo a ser servido, a ser exaltado, a ejercer su soberanía visible en majestad.
¿Quién puede comprender esto? El Rey del universo se ciñó una toalla y lavó los pies sucios de sus discípulos. El Creador se hizo criatura. El que da la vida, murió. Todo por amor. El Señor Jesús no dejó de ser Dios al tomar forma de siervo, pero sí dejó de manifestar su gloria como tal. Caminó entre los hombres como uno más, soportando el desprecio, el rechazo, y finalmente la cruz. Y todo eso no porque no tuviera poder para evitarlo, sino porque eligió el amor por encima del poder, el sacrificio por encima del trono. Este es el corazón del Evangelio.
A veces, anhelamos que Dios muestre su soberanía en fuerza y dominio, que intervenga con mano fuerte y haga justicia de inmediato. Pero el mayor acto de su soberanía fue precisamente renunciar, por un tiempo, al ejercicio visible de esa autoridad, para salvarnos. En la cruz, el Señor Jesús no dejó de ser Rey; fue allí donde reveló la grandeza de su reino: un reino de entrega, de servicio, de redención.
Hoy, sigue siendo el Rey de reyes y Señor de señores. Exaltado, sentado a la diestra del Padre. Si bien dejó de ser el siervo, no así el buen pastor ni el salvador que amó hasta lo sumo. Aquel que se humilló siendo el Rey nos llama a imitarle, no aferrándonos a lo que creemos merecer, sino despojándonos por amor.
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