Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. (Mateo 6:21)
Esto podría sorprendernos, pero a principios de este siglo, la «ciudad de oro» en el mundo era Nueva York. Debajo de las frenéticas calles de la «Gran Manzana», estaba ubicado el escondite de oro más grande del mundo. A 24 metros de profundidad del distrito comercial hay una bóveda que contiene aproximadamente un cuarto de las reservas de oro del mundo. Como es de esperar, la seguridad es completamente hermética. La bóveda no tiene puertas, sino solo un pasillo estrecho que se cierra con un cilindro de acero giratorio. Complicadas precauciones aseguran que a la bóveda no entre nadie que no esté autorizado.
Para muchas personas, el solo pensar en tanto oro en un mismo lugar, hace que sus corazones se emocionen y sus mentes comiencen a soñar en qué podrían hacer con tanto dinero. Sin embargo, ese dinero le pertenece a alguien más. Ahora, comparemos aquel oro, guardado «bajo siete llaves», y al que solo unos pocos pueden acceder, con todo el oro del cielo, el cual es tan abundante que se usa para pavimentar las calles de Nueva Jerusalén: «Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla. Y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio» (Apocalipsis 21:21).
Algunos desean una gran mansión en Nueva Jerusalén, mientras que otros buscan caminar por aquellas calles de oro, y los más «humildes» se conforman con un «rinconcito en los cielos», pero olvidamos que lo más importante del cielo es Cristo. Él es —y será por siempre— el centro de toda adoración en el cielo. Porque gracias a Él tenemos acceso al Padre, y es porque Él se fue al cielo que vino el Santo Espíritu, quien ahora mora dentro nuestro.
Mis hermanos no son los tesoros del cielo, ni son las maravillas que «ojo no vio, ni oído oyó» (1 Corintios 2:9) las que nos deben llamar a pensar en los cielos, tampoco son las calles de oro o una mansión en la Nueva Jerusalén, sino que es aquel que puso «su vida en rescate por muchos» (Mateo 29:28). No vayamos en pos del oro de este mundo, ni tampoco del oro del cielo, no, vayamos en pos de Cristo.
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