Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. (1 Juan 3:1)
Cuando Jesús estaba pendiente de la cruz, no le dijo a Juan: «Cuida de mi madre». No le dejó una obligación; más bien estableció una relación de afecto entre ambos: «Hijo, he aquí a tu madre»; y tan pronto como Juan se dio cuenta de la relación de afecto con la cual Jesús lo unía a María, el deber surgió como cosa natural. Si era hijo, tendría que cuidar a su madre.
Este incidente nos deja al descubierto el método de Jesús. No nos impone una serie de reglas y deberes, sino que más bien establece una relación con Dios. Nos dice: «Hijo, he allí a tu Padre»; nos revela a Dios como a un Padre y al hombre como a un hijo; y una vez que comprendemos este hecho central, todo lo demás fluye de un modo natural, como el manantial de una montaña que es alimentado por corrientes eternas. La vida adquiere significado infinito, metas infinitas, recursos infinitos. Y sobre todas las cosas nos proporciona una amistad infinita: infinita y, no obstante, personal; porque todo es personal en un Dios infinito. Así nos lo revela Cristo.
¿Alguna vez ha pensado en cuán profundamente Dios le ama? Lo cierto es que podríamos pasar un largo tiempo considerando el amor que Dios nos tiene y nunca llegaríamos a las profundidades de cuán grande es ese amor y cuánto se interesa por nosotros. Sin embargo, una cosa es segura: meditar en su amor transforma nuestras vidas.
Simplemente, pensemos en el hecho de que el Padre nos hizo a su imagen con el único propósito de hacernos sus hijos. Esa fue una decisión intencional. Todo ser humano fue hecho de manera intencional por Dios, y los creyentes, fuimos escogidos de manera intencional también. Nos creó con un potencial inimaginable y una valía incuestionable, esto es, la vida de su propio Hijo. ¿Por qué lo hace? Nunca lo podremos entender, pero sí podemos confiar en que nos salvó de la condenación para tener una relación personal, profunda e íntima con Él. De hecho, Dios quiere ver su vida en cada uno de los suyos, y obrar por medio del Espíritu Santo de maneras asombrosas y eternas. El deseo de Dios es que cuando las personas nos vean, lo vean a Él (Mateo 5:16).
Así que, sin importar cómo nos sintamos con respecto a nosotros mismos, abracemos esta maravillosa verdad: Dios nos ama, anhela colmarnos de su bondad y llamarnos hijos suyos (Isaías 43:1).
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