Cuando tropezamos y caemos
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Versión en video: https://youtu.be/1IZOEJVA7_o
Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. (1 Juan 2:1)
El pecado no es un asunto liviano. Cada vez que caemos, algo dentro de nosotros se quiebra. La comunión con Dios se ve afectada, nuestra conciencia se turba y el corazón se llena de tristeza. A veces, nos invade una profunda vergüenza que nos hace querer escondernos, como Adán y Eva lo hicieron en el huerto. Sentimos el peso de nuestra culpa y el dolor de haberle fallado al Dios que nos amó primero.
No hay nada más devastador que reconocer que hemos tropezado por nuestra propia decisión, sabiendo lo que era correcto, pero eligiendo lo contrario, como decía Pablo: Haciendo lo que no queríamos hacer. Y, sin embargo, es justamente ahí, en ese lugar oscuro del quebranto, donde la gracia del Señor brilla con mayor intensidad.
Nuestro Señor Jesús no es indiferente a nuestra debilidad. Él no nos desprecia cuando caemos. Al contrario, se acerca con compasión. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Él comprende nuestro dolor. Él conoce nuestra lucha. Él sabe lo que es ser humano.
Cuando el pecado nos hiere, el Señor no nos abandona. Nos llama de vuelta. Nos recuerda que no estamos solos. Nos dice que Él ha provisto un camino de restauración: su propia sangre derramada. Nos ofrece perdón, no para que pequemos más, sino para que nos levantemos con la fuerza de su amor y vivamos para Él.
Tal vez hoy estamos lidiando con el dolor de una caída. Tal vez no podamos perdonarnos, o pensemos que Dios ya no querrá escucharnos. No obstante, su Palabra nos dice: “Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse” (Proverbios 24:16). No nos quedemos en el suelo. Miremos a Jesús, nuestro abogado fiel. Él no nos acusa, todo lo contrario, Él intercede por nosotros delante de su Padre.
Confesemos nuestro pecado. Corramos a refugiarnos a los brazos del Padre con la confianza de que en Cristo hemos sido perdonados. Dejemos que su amor nos limpie, nos restaure y nos fortalezca. Porque aunque caímos, Él no nos soltó. Y no lo hará jamás.
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