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Nosotros abandonamos a Dios



Entonces vino el profeta Semaías a Roboam y a los príncipes de Judá, que estaban reunidos en Jerusalén por causa de Sisac, y les dijo: Así ha dicho Jehová: Vosotros me habéis dejado, y yo también os he dejado en manos de Sisac. Y los príncipes de Israel y el rey se humillaron, y dijeron: Justo es Jehová. Y cuando Jehová vio que se habían humillado, vino palabra de Jehová a Semaías, diciendo: Se han humillado; no los destruiré; antes los salvaré en breve, y no se derramará mi ira contra Jerusalén por mano de Sisac. (2 Crónicas 12:5–7)


Una vez más, una joven estudiante alemana había oído el evangelio, pero una vez más su corazón permanecía cerrado al mensaje divino. ¿Cuál era su excusa? Quería vivir su vida; y eso fue lo que hizo hasta el terrible día del gran bombardeo de Hamburgo en 1943 durante la segunda guerra mundial. En pocas horas la ciudad se convirtió en una hoguera. En su huida, la joven, junto con algunas personas más, hallaron un refugio en la capilla de una aldea vecina. Esa pobre gente, que lo había perdido todo, lloraba y se lamentaba. Un creyente vino a verlos, escuchó sus quejas y comprendió su angustia. Luego pidió un poco de silencio y dijo: —Queridos amigos, en medio de sus quejas, las cuales comprendo, oí una frase de la que quisiera hablarles. Alguien dijo: «Dios nos abandonó». No es cierto. Están profundamente equivocados. He aquí la verdad: «¡Nosotros abandonamos a Dios!»


Aquella joven, al contar este episodio cincuenta años más tarde, agregó: —Fue todo lo que retuve de las palabras de ese hermano. Sin embargo, esa frase me atravesó, como una implacable flecha, directamente en mi corazón. Por encima de lo que pasó con el bombardeo, la voz de Dios se dirigió a mí, y quizás era la última vez. Pero ese día no pude dejar de contestar el llamado que me hacía, así que me arrepentí y creí en Jesús como mi salvador personal.


¿Y usted, qué está esperando para responder al llamado de Dios? Su Palabra dice: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hebreos 3:7).


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