Siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. (2 Corintios 3:3)
En la entrada del valle de Saint-Geniez, en los Alpes de Alta Provenza (Francia), se encuentra un lugar llamado «la piedra escrita». Grabada en una roca, aparece una inscripción romana de veinte líneas en letras mayúsculas. Allí se puede leer el agradecimiento de la población al jefe romano Dardanus, quien en esos collados desprovistos de sendas hizo romper la montaña para abrir un camino transitable. Gracias a esa inscripción, el nombre del benefactor no quedó en el olvido.
En el versículo citado más arriba, el apóstol Pablo dice que los cristianos a quienes se dirige son «carta de Cristo». Aún hoy, muchas personas no tienen una Biblia, o no saben leer, por tanto, ninguno de ellos podrá descubrir en ella quién es Cristo. Pero si los cristianos nos asemejamos a Cristo, aquellos que nos rodean «leerán» esa carta, y así aprenderán a conocer a Jesús a través de nuestra vida.
Se cuenta la historia de unos aldeanos chinos, quienes después de haber escuchado a un misionero, le dijeron: «El Jesús del cual hablas vive en nuestro pueblo. Ven, vamos a mostrártelo…». Y lo llevaron a un anciano que había recibido un evangelio mucho tiempo atrás. Él lo había leído muchas veces, tanto así que se lo sabía de memoria, pero más importante aún, lo vivía cada día. Ese anciano era una carta de Cristo, conocida y leída por todos los hombres.
Los hermanos de la iglesia de la ciudad de Corinto habían aceptado al Señor Jesús como su Salvador, pero fue su conducta lo que lo confirmaba. En ellos se podía ver reflejado a Jesucristo. Él «es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Corintios 4:6).
Y en nosotros, hermanos, ¿se refleja Cristo? ¿Somos cartas de Cristo?
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