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  • Foto del escritorAlexis Sazo

La importancia de confesar a Dios nuestros pecados




Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día.  Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. (Salmos 32:3 y 5)


Durante una campaña de evangelización de Billy Graham en Nueva York, un hombre que había servido veinticinco años como misionero en un país extranjero, pasó al frente para consagrar de nuevo su vida al servicio del Señor, y dijo: 

—Durante muchos años en el campo misionero mis labores eran fructíferas; pero últimamente he notado la falta de poder en mi ministerio. Mientras escuchaba el mensaje de esta noche me di cuenta de que la causa era esta: He buscado la alabanza de los hombres, más bien que la bendición del Señor.


Una de las mentiras favoritas que Satanás nos dice a los creyentes, es la de que, como Dios conoce nuestros corazones, por tanto, sabe todos nuestros pecados, y debido a esto, no es necesario que los confesemos. Esto lo hace para poder ganar terreno en nuestras vidas y evitar que seamos exitosos en nuestra carrera espiritual, tal como leemos que le pasó al hermano de la ilustración de hoy. 


Sin embargo, —como podemos ver en los versículos del encabezado— no confesar nuestros pecados a Dios, no nos hace nada bien, sino que produce sequedad en lo profundo de nuestro ser. ¿Por qué? Porque, tal como leemos en Isaías 59:2, los pecados siempre han producido separación entre Dios y nosotros, es decir, interfieren en nuestra comunión y comunicación con Dios. Y separados de Él, la vida misma (Juan 14:6), nada podemos hacer (Juan 15:5). Es cierto que Dios lo ve todo, bien lo dice el autor de la carta a los hebreos: «Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Hebreos 4:13). Pero no por eso no le vamos a confesar lo malo en nosotros. 


Mis hermanos, es vital que reconozcamos nuestras faltas delante de Dios, para que de esta forma Él pueda cambiarnos y obrar en nuestras vidas, y sea también quitado todo estorbo de en medio, para así nos despojemos «de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante» (Hebreos 12:1).

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