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La batalla contra la carne



Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisierais. (Gálatas 5:17)


En nuestra vida cristiana, enfrentamos una lucha diaria entre los deseos de la carne y los anhelos del Espíritu Santo. La carne, en este contexto, representa nuestra naturaleza humana caída, con sus inclinaciones hacia el pecado y la autosatisfacción. Por otro lado, el Espíritu Santo, quien habita en los hijos de Dios, nos guía hacia la santidad, obediencia y una vida que glorifica a nuestro Creador.


Esta batalla no es algo que enfrentamos esporádicamente; es constante. A menudo, nuestros pensamientos, palabras y acciones reflejan esta lucha. La carne intenta hacernos creer que sus deseos son legítimos y que satisfacerlos nos traerá felicidad. Sin embargo, la satisfacción de la carne nunca es suficiente y siempre deja un vacío mayor, pues como dijo el apóstol Pablo: «porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Romanos 8:13).


La victoria contra la carne no es inmediata ni perfecta, pero es segura para aquellos que están en Cristo. Aunque podamos tropezar, no luchamos solos. El Espíritu Santo pelea por nosotros, nos da fortaleza y nos transforma a la imagen del Señor Jesús. En Gálatas se nos dice claramente:


Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. (Gálatas 5:16–17)


Mis hermanos, si queremos ser librados del dominio de nuestro viejo ser, primero debemos preguntarnos con honestidad: ¿Qué áreas de mi vida aún están dominadas por la carne? Y es ahí, donde, confesando a Dios nuestra debilidad, debemos pedir la ayuda del Espíritu Santo, para que nos muestre cómo rendirlas a Cristo y camina confiado en su poder transformador, porque recordemos que «somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Romanos 8:37).

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