Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios. (1 Juan 3:1-2)
En 1973 el filósofo polaco L. Kolakowski (1927–2009) describía así la evolución de la cristiandad:
«La cristiandad parece ser presa del pánico, del miedo a encontrarse cada vez más en la posición de una secta aislada. Efectúa ensayos de adaptación insensatos, a fin de no ser engullida por sus enemigos. Trata de adoptar los colores de su entorno, con la esperanza de salvar su vida de esta manera. En realidad, así ella pierde su identidad, que consiste justamente en la separación entre lo que es santo y lo que es profano».
Siendo honestos, debemos reconocer que esta crítica es justa: la cristiandad pierde su identidad, porque muchos de los que dicen ser cristianos, solo tienen el nombre de cristianos, y muchos otros «son cristianos» en la iglesia. Mis hermanos, la gran trampa del diablo consiste en borrar la línea de demarcación entre el bien y el mal, como entre lo santo y lo profano. Al maligno le encanta unir lo que Dios dejó separado y separar lo que Dios dejó unido, que todo quede difuminado y no podamos ver las cosas claramente. Por eso es que el apóstol Pablo les advertía a los romanos a no tomar la identidad del mundo:
No imiten las conductas ni las costumbres de este mundo, más bien dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar. Entonces aprenderán a conocer la voluntad de Dios para ustedes, la cual es buena, agradable y perfecta. (Romanos 12:2 NTV)
A nuestros hermanos, los apóstoles, al contrario de lo que pasa hoy en día, los identificaban fácilmente, ya que los reconocían porque «habían estado con Jesús» (Hechos 4:13). ¿Y a nosotros? ¿Alguien podrá ver a Cristo reflejado en nosotros? Hermanos, ¡despertémonos! Dejemos este letargo espiritual, porque «la noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne» (Romanos 13:12–14).
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