También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos. (1 Tesalonicenses 5.14 RVR60)
Durante la guerra de Boer (1899-1902), a un hombre lo condenaron por un delito muy raro, lo declararon culpable de ser un “desalentador”. La ciudad sudafricana de Ladysmith estaba siendo atacada, y este traidor recorría de arriba a abajo todas las filas de soldados que estaban defendiendo la ciudad y hacía todo lo posible por desalentarlos.
Destacaba la fuerza del enemigo, la dificultad de defenderse de ellos, y la inevitable captura de la ciudad. No usó arma alguna en su ataque, pues no fue necesario. Su arma fue el desaliento. Esto mismo hicieron diez de los doce espías enviados a Canaán por Dios a través de Moisés, los cuales dijeron:
Mas los varones que subieron con él, dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros. Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos. (Números 13.31–33 RVR60)
Debido a estas palabras, el pueblo quiso volverse a Egipto, a la esclavitud; renegaron de Dios y Él los castigó. Aquellas palabras causaron un desánimo en el pueblo de Israel. Y así como el desánimo tiene poder sobre las personas, el aliento puede ser un amigo poderoso. El aliento fortalece al débil, da valor al de poco ánimo y esperanza al que titubea. Uno de los mejores ministerios que podemos tener es animar a otros creyentes; tal como le dice el apóstol Pablo a los hermanos de la iglesia de Tesalónica.
Lo cierto es que muchos cristianos se agotan en sus conflictos diarios con el maligno y se sienten tentados a darse por vencidos en su lucha espiritual. Por eso necesitan una palabra de aliento de sus hermanos en la fe.
No necesariamente deben ser los pastores y otras personas involucradas en el ministerio que hagan esta labor, sino que cada integrante de la iglesia local debe hacerlo por sus hermanos. Una de las mejores maneras de animar a un hermano es orar por él y decirle que lo está haciendo, ya que de esta forma el hermano desanimado sentirá la mano de su Señor. Puesto que el desaliento les afecta mucho, necesitan que los animen y estimulen. De ahí que su Palabra dice:
Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho. (Santiago 5.16 RVR60)
Así que, hermano, oremos y alentemos a nuestros hermanos desanimados, ¡alentemos a alguien hoy!
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