Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos! (Filipenses 4:4)
¿Cómo podía el Señor regocijarse cuando estaba en la tierra? ¡Porque Él conocía perfectamente la maldad del corazón humano! Además, veía las desdichas de la gente con la que se encontraba, las comprendía y las aliviaba. También discernía el origen de ello: el pecado, y sufría al constatar que los hombres eran esclavos de sus codicias. Pocas personas estaban de acuerdo con sus pensamientos, sin embargo, podemos citar, entre otros, dos casos:
1. Un oficial romano, cuya fe el Señor elogió (Lucas 7:1-10)
2. María, cuyo afecto y agradecimiento lo reconfortaron (Juan 12:1-3).
Si el Señor Jesús podía regocijarse siempre, era porque encontraba su gozo en una comunión permanente y feliz con su Padre. Incluso en las situaciones más difíciles, permanecía en comunión con Dios, en una total armonía con la voluntad de aquel que lo había enviado. Nada podía debilitar ni interrumpir esta relación, y esa era la fuente de su gozo: Dios.
Como un discípulo fiel, el apóstol Pablo experimentaba el mismo gozo, incluso en las situaciones que le hacían llorar. Por ejemplo, si leemos la carta a los filipenses, en cada capítulo habla de su gozo e invita a los creyentes a regocijarse en el Señor, incluso si también evoca la tristeza y las lágrimas. En otra de sus cartas, dice de sí mismo: «como entristecidos, mas siempre gozosos» (2 Corintios 6:10).
Por tanto, el gozo que como cristianos debemos tener no está en nuestros seres queridos, en lo material, ni siquiera en lo que el mundo nos ofrece, sino que nuestra fuente debe estar en el Señor. Y esto es lo que experimentamos cuando vivimos momentos de comunión con él. Bien dijo el Señor: «Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido» (Juan 15:11).
Entonces, hermanos, ¿cuál es la fuente de nuestro gozo?
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