Basado en el privilegio y la autoridad que Dios me ha dado, le advierto a cada uno de ustedes lo siguiente: ninguno se crea mejor de lo que realmente es. Sean realistas al evaluarse a ustedes mismos, háganlo según la medida de fe que Dios les haya dado. (Romanos 12:3 NTV)
Se cuenta la historia de un hombre que acababa de ser elegido miembro del Parlamento británico; en consecuencia, había llevado a su familia a Londres y les estaba enseñando la ciudad. Cuando entraron en la abadía de Westminster, su hija de 8 años pareció maravillada ante el tamaño y hermosura de aquel magnífico edificio. Su orgulloso padre, curioso ante lo que la niñita, con su carita seria, podía estar pensando, le dijo:
—¿En qué piensas, hijita? Ella contestó:
—Papá, estaba pensando en lo grande que eres cuando estás en nuestra casa, pero en lo pequeño que pareces aquí.
Sin saberlo, aquella pequeñita había sugerido una gran verdad. La soberbia puede entrar en nuestras vidas sin que nos demos cuenta y, de vez en cuando, es bueno que se nos recuerde que no debemos tener de nosotros un concepto más elevado que el estrictamente correcto.
Mis hermanos, la soberbia es muy engañosa, y todos podemos ser presa de sus ataques sigilosos, por eso es bueno orar como David (Ver Salmos 19:13). Si nunca me he embriagado, ¿soy menos pecador que el que sí lo ha hecho? Si nunca he fornicado, ¿soy mejor que el adúltero? La respuesta a ambas preguntas es un rotundo no. Hago este tipo de preguntas, porque, a veces, los cristianos que no hemos cometido ciertos pecados, pensamos que somos mejores que los que sí los han cometido, convirtiéndonos así en fariseos. Recordemos lo que decía aquel fariseo orando consigo mismo en el templo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano». (Lucas 18:11).
Mis hermanos, la correcta actitud de todos nosotros, como creyentes, es pensar como Pablo: «yo soy el primero de los pecadores» (1 Timoteo 1:15). Debemos vernos con los ojos de Dios, a la luz de las Escrituras, y no con los nuestros, pues somos demasiado indulgentes con nosotros mismos. De no hacerlo así, caeremos —sin darnos cuenta— en una actitud farisea.
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