Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. (Lucas 2.7 RVR60)
Desde su nacimiento, nuestro Señor Jesús, no halló un lugar en este mundo para descansar. Él dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza» (Mateo 8.20). Aunque, lo cierto es que Él pudo haber tenido docenas de camas. Entonces, ¿por qué no las usó? Por la simple razón de que la gente amaba a Jesús y verdaderamente lo querían, pero quizás muchos no se atrevían a hospedarlo en sus hogares. Si Él hubiera ido a sus casas, la verdad hubiera salido de sus labios y no hubieran podido estar en su presencia. Porque como dice su Palabra: «Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas»(Juan 3.20–21 RVR60). Y quizás por eso el Hijo del Hombre no tuvo lugar para apoyar su cabeza, por lo que pasó sus noches, por ejemplo, en el Monte de los Olivos.
Eso por una parte, mientras que otros no se sentían dignos de la presencia del Señor, tal como aquel centurión que dijo: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará» (Mateo 8.8). Mientras que algunos otros no quieren que Jesús venga a sus hogares, por los cambios que tendrían que hacer en sus vidas. Saben que si el Señor Jesús fuera a vivir en sus corazones, sus vidas serían totalmente transformadas y por eso no le quieren dejar entrar; de ahí que el Señor diga:
He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. (Apocalipsis 3.20 RVR60)
Mis hermanos, no mantengamos al Señor al margen de nuestras vidas, de nuestros hogares, y sobre todo, de nuestros corazones. Abramos nuestras puertas y dejémosle entrar a reinar en cada aspecto de nuestras vidas. No tengamos miedo en pedirle que entre y se quede a morar con nosotros para siempre.
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