Santidad y disciplina
- 16 abr
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Versión en video: https://youtu.be/y-bGpn0goOA
Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tito 2:11–12).
Una de las mayores responsabilidades de la iglesia local es reflejar con fidelidad el carácter de Cristo al mundo. Esta es una labor que no se puede tomar a la ligera. En medio de una cultura que relativiza el pecado y normaliza lo impío, la iglesia debe brillar como una columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15). Y uno de los medios principales que Dios ha establecido para preservar esta pureza y fidelidad es la disciplina eclesiástica.
La disciplina no es venganza ni castigo. Es un acto de amor y obediencia a Dios. Es un proceso con un propósito: restaurar al hermano caído, proteger a la congregación y honrar el nombre de Cristo. Una iglesia que no disciplina se vuelve un terreno fértil para el diablo y el pecado no arrepentido. Y donde el pecado se tolera, se apaga el testimonio de santidad que debe marcar a los hijos de Dios.
¿Quiénes deben liderar este proceso? Los sobreveedores de la iglesia —también llamados pastores o ancianos— son los encargados de cuidar del rebaño. Hechos 20:28 nos muestra que el Espíritu Santo los ha puesto como “obispos, para apacentar la iglesia del Señor”. No se trata de un liderazgo autoritario, sino de una responsabilidad santa de velar por la salud espiritual de cada miembro. Ellos deben enseñar, exhortar, corregir y, cuando es necesario, aplicar la disciplina conforme a la Palabra de Dios. No pueden cerrar los ojos ante el pecado persistente, porque hacerlo sería deshonrar a Cristo y permitir que el cuerpo se contamine.
El testimonio de una iglesia santa no es opcional. Una iglesia sin disciplina es como una ciudad sin muros: vulnerable, expuesta y debilitada. Pero cuando la iglesia se compromete con la pureza y la restauración, demuestra al mundo que hay un Dios vivo, santo, que transforma corazones, y cuya gracia no da licencia para pecar, sino fuerza para vivir piadosamente.
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