Alexis Sazo
¡Sí, es grave!

Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios. (Romanos 3:23)
«El dulce pecado» es el lema de una pastelería ubicada en una esquina. Esta invita al transeúnte a satisfacer su gula calificada como: «dulce pecado».
Reflexionando en la asociación de estas dos palabras, pienso en lo que el pecado le costó a mi Salvador: terribles sufrimientos en la cruz, la ira y el abandono de Dios. El clamor desgarrador de Jesús crucificado proclama enérgicamente la terrible gravedad del pecado a los ojos del Dios santo. No, Dios no trata el pecado con ligereza ni indulgencia. Él mide toda su gravedad, no según nuestros criterios, sino según su absoluta santidad y justicia. Si Él hubiera podido cerrar sus ojos sin condenar el pecado, Jesús jamás hubiera sido crucificado. Por eso es que Dios nunca dice, como nosotros: «No es tan grave». Querido lector, no se engañe, el pecado, ¡sí, es grave! Es tan grave que Dios tuvo que sacrificar a su amado Hijo para resolver este terrible asunto.
En los evangelios el Señor Jesús revela el amor de Dios hacia el hombre pecador. Sin embargo, en ningún caso deja algún espacio para que Él pueda ser tolerante con el pecado. Pero cuando el Señor estuvo en la tierra no vino a condenar, esto lo vemos cuando le llevaron una mujer sorprendida en adulterio, Él no la condenó, sino que le dijo: «Ni yo te condeno, vete, y no peques más» (Juan 8:11).
A lo largo de su vida, el Señor Jesús supo lo que le costaría la presencia del pecado en el mundo. No obstante, Él vino para revelar el inmenso amor de Dios y, a la vez, su perfecta santidad y justicia, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio propiciatorio. Por eso dice su Palabra que: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7)
Y es debido al pecado que Dios castigó a su propio Hijo, derramando toda su ira sobre Él, a pesar de ser inocente y nunca haber cometido un pecado (1 Pedro 2:22), para que de esta forma ofrecer perdón gratuito a todo pecador que se arrepiente y cree en Cristo, tal como lo dijo el Señor: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24). Aunque no porque el Señor haya pagado por el pecado, este no deja de ser grave a los ojos de Dios.