
El Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. (1 Timoteo 6:17)
El director de una gran empresa que acababa de jubilarse, después de haber tenido una larga carrera e hizo el siguiente comentario: «Es sorprendente la facultad que tenemos para olvidar los duros golpes. Recordamos más fácilmente los momentos de alegría que los de tristeza».
Independientemente de si somos creyentes o no, es cierto que durante la vida experimentamos momentos felices, pero estos no siempre duran, incluso si tratamos de recordarlos por todos los medios posibles. No obstante, Dios le da a sus hijos alegrías sencillas y profundas. Y a su vez, los creyentes podemos apreciarlas con agradecimiento y también mediante la alabanza. Pero esto no es lo principal, ni tampoco el objetivo de nuestras vidas.
El primer gozo de los creyentes tiene una naturaleza que es diferente a la del mundo terrenal. Este gozo profundo está ligado a la seguridad de que un día veremos a nuestro Salvador y todas las tristezas y problemas quedarán atrás, pues «enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Apocalipsis 21:4).
Otro motivo de gozo del creyente es el hecho de conocer al trino Dios, el cual es un Padre misericordioso (Lucas 6:36), que nos da buenas dádivas (Mateo 7:11). Y además, como el creyente es un hijo de aquel que es la fuente de todo gozo y felicidad duradera, también sabe recibir de su Dios y Padre las bendiciones cotidianas, tales como las flores del campo, atardeceres, días de lluvia, etc. Esas pequeñas alegrías nos llenan el alma porque sabemos que nuestro Dios lo hace por amor de los suyos, y contribuyen a nuestro gozo y nos invitan a dar gracias.
Pero por sobre todas las cosas, podemos gozarnos en que nuestros nombres están inscritos en el libro de la vida (Lucas 10:20) y eso es por obra y gracia de nuestro amado Salvador, el Señor Jesús. De ahí que el apóstol Pablo nos diga:
Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos! (Filipenses 4:4)
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