¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados. (Miqueas 7.18–19 RVR60)
Tengo un familiar que rehúsa creer que puede ser perdonado, es más dice que él se merece el infierno por ser tan malo y «Dios no quiere a alguien tan malo como él». Mi familiar reconoce la mancha de su pecado y maldad, pero no se da cuenta de la maravilla de la gracia y misericordia de Dios.
Bueno, a decir verdad, ninguno de nosotros podemos comprender a cabalidad la gracia y misericordia de Dios; no obstante, y al igual que el profeta Miqueas, podemos maravillarnos y regocijarnos ante la eterna misericordia de nuestro buen Dios; pues es lo que leemos en los salmos:
Dad gracias al Señor porque Él es bueno, porque para siempre es su misericordia. (Salmos 136.1 LBLA)
Está más que claro que nosotros no merecemos ni la gracia ni la misericordia de nuestro Dios, pero debido a que Él es bueno lo hace. Él le hace el bien a quien no se lo merece: para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; porque Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mateo 5.45 LBLA). Pero volviendo a lo dicho por el profeta Miqueas, vemos como reconoció la bondad del Señor (Miqueas 7.1–20); y expresó confianza en la promesa hecha por Dios de perdonar y bendecir a su pueblo (vv. 18–20).
Sin embargo, nosotros, su pueblo, tenemos muchas más razones para alabar a nuestro Dios. Porque, por ejemplo, el profeta Miqueas no sabía que el Hijo de Dios se encarnaría, viviría una vida sin pecado y moriría en una cruz expiando los pecados de toda la humanidad, para resucitar al tercer día venciendo al pecado, a la muerte y al que tenía el imperio de la muerte (Hebreos 2.14–15). Ni tampoco sabía que pasados cuarenta días ascendería a los cielos, se sentaría a la diestra del Padre e intercedería por nosotros como un abogado (1 Juan 2.1). Ni siquiera imaginaba que aquel Cordero de Dios se fue a prepararnos morada (Juan 14.3) para luego volver a buscarnos.
El profeta jamás pudo leer una expresión como la del apóstol Pablo a los romanos cuando dijo: Entonces, ¿qué diremos a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con Él todas las cosas? (Romanos 8.31–32 LBLA). ¿Acaso no es digno nuestro Dios de que le alabemos? Porque ¿quién es como nuestro Dios? Pero la pregunta más importante ¿le alabamos a diario?
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