
La Palabra del Dios nuestro permanece para siempre. (Isaías 40:8)
La escena ocurrió en un país totalitario del este europeo. A pesar de la vigilancia discreta de nuestros «guías» (policías), pudimos entrar en un pequeño café, propiedad de una pareja creyente. En el fondo de la sala tuvimos una corta conversación con nuestro hermano en Cristo. Este parecía muy desanimado y nos explicó: «Al principio todo iba bien, el restaurante prosperaba, luego poco a poco se hicieron sentir las presiones. Éramos la única familia cristiana. La casa fue inspeccionada varias veces por el organismo de seguridad. Tuve miedo y quemé mi Biblia».
Comprendimos el sufrimiento y la pena de este amigo. Oraciones cortas y fervientes elevamos en voz baja hacia el Señor. Luego nos separamos. Algunos días después, antes de nuestra partida, volvimos a ver a nuestro hermano. Nos sentimos felices al constatar que había vuelto a hallar su confianza en Dios, y nos pidió que siguiéramos orando por su familia.
Amigos creyentes de los países que gozan de libertad religiosa, ¿valoramos el privilegio de poseer Biblias libremente? Muchas veces nos olvidamos que en otras partes del mundo, no solo leer la Biblia, sino que ser cristiano significa ser encarcelado, perseguido e incluso asesinado. Pensando en este testimonio, pregunto: ¿Aprovechamos esta libertad de poder leerla sin temor? ¿Siquiera la leemos? Tantas veces pasamos de ella, no la leemos y nos justificamos con que estamos muy ocupados, tenemos mucho trabajo, una familia demandante, etc. Pero no apreciamos la libertad que gozamos.
En el Salmo 119:162, dice: «Me regocijo en tu Palabra como el que halla muchos despojos». Mis hermanos, ¡no descuidemos este tesoro que Dios nos otorgó! Pero también oremos fervientemente por nuestros hermanos en la fe que son privados de ese privilegio, recordando lo que nos dice su Palabra:
Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo. (Hebreos 13:3)
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