Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo. (1 Pedro 1:7)
Un creyente escribió: «Había planificado mi viaje desde hacía meses, pero un accidente acabó con mis planes, pues me fracturé una pierna y tuve que estar inmovilizado varias semanas. Al permitir un acontecimiento desagradable en mi vida, el Señor me obliga a pedirle ayuda. Me responde, y así no solo hace que mi fe sea más sólida, sino que me da un conocimiento vivo de sí mismo, que nunca hubiese podido adquirir de otra manera».
Generalmente, cuando Dios prueba nuestra fe, nos centramos en el problema y no en lo que Él está haciendo en y con nosotros. Por ejemplo, hay que llorar para conocer el consuelo de Dios (2 Corintios 1:3–5). Hay que inquietarse para descubrir la paz que sobrepasa todo entendimiento (Filipenses 4:7). Experimentar el peligro para poder refugiarnos en quién es la Roca (Deuteronomio 32:4). Mis hermanos, durante la prueba nos cuesta mirar las cosas en perspectiva, ¿a qué me refiero? A que en el cielo, donde no habrá más tristeza, ni obstáculo que superar, ni enemigo que vencer, ya no tendremos la oportunidad de encontrar en el Señor Jesús la respuesta a todas nuestras necesidades. ¿Notamos que esto que nos parece tan negativo (me refiero a las pruebas), es verdaderamente un privilegio?
Porque es a través de nuestras necesidades que aprendemos a conocer a Cristo, su poder, su amor y su interés por nosotros. Quizás esta sea la explicación de la mayoría de nuestras pruebas. Sí, la vida cotidiana, por sus propias dificultades, es una escuela irremplazable, puesto que nos permite adquirir un conocimiento experimental de nuestro Señor Jesucristo, un conocimiento que a futuro producirá una alabanza eterna. De ahí que se nos diga en la carta de Santiago: «Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas» (Santiago 1:2). ¿Por qué debemos gozarnos? Porque nos permite conocer la «la multiforme gracia de Dios» (1 Pedro 4:10) de manera vivencial y no teórica, lo que hace que nuestra relación con Dios se vuelva más íntima y cercana.
Entonces, tras haber atravesado un sinfín de pruebas, cuando nuestras vidas en la tierra acaben, en el cielo no nos recibirá un Señor lejano, sino un Salvador amado, un Amigo conocido, un Dios a quien conoceremos íntimamente, que si no hubiese sido por las pruebas, no habríamos conocido.
Comentarios