Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, (Jesús) salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba. (Marcos 1:35)
Al orar seguimos el ejemplo de Jesucristo. El Señor Jesús era verdaderamente Hombre de oración. Sus primeras y sus últimas palabras en la cruz fueron dirigidas a su Padre en oración. Por ejemplo, oró toda una noche antes de elegir a sus discípulos. Más tarde, en respuesta a su oración en el aposento alto, el Padre envió al Espíritu Santo (Juan 14:26). También oraba antes de comer, así como lo hizo antes del sufrimiento que experimentó. Oraba especialmente por los demás, y ahora vive e intercede por los que buscan a Dios (Hebreos 7:25).
Otro ejemplo fue el apóstol Pablo, quien también fue un hombre de oración. Lo fue durante su ministerio público como durante el tiempo que pasó en prisión. Por ejemplo, él y uno de sus compañeros, después de haber sido azotados y encarcelados en Filipos, «a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían» (Hechos 16:25). Mientras estuvo preso en Roma, Pablo oraba por las iglesias y por los creyentes. «Y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno?» (2 Corintios 11:28–29).
Todos los que han sido celosos y útiles en la Iglesia en el transcurso de los siglos, han sido hombres de oración. Por medio de la oración, la Palabra de Dios se extendió a través del mundo. Por ejemplo, una reina escocesa del siglo XVI —María Estuardo— decía temer más a las oraciones del predicador John Knox que a todo un ejército. Ya sea que se trate de evangelistas, por medio de los cuales un gran número de personas ha llegado al Señor, o de predicadores que han enseñado la Palabra de Dios para la vida cristiana, todos han comprendido la importancia de la oración. Así que, ¡sigamos su ejemplo!
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