Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos. (Lucas 10:20)
Cada uno de nosotros lo recibió el día de su nacimiento: es el que escogieron nuestros padres, seguido por el apellido de nuestro padre y luego el de nuestra madre. Desde entonces este nombre figura en todos nuestros documentos de identidad. Cuantas veces lo hemos deletreado, escrito, registrado o subrayado. Este nombre nos identifica, nos pertenece y está ligado a nuestra vida y a nuestra identidad. Y cuando partamos de este mundo, estará grabado sobre una tumba.
Lo hermoso de todo esto, es que si hemos recibido a Cristo como salvador (Apocalipsis 3:5), nuestro nombre está escrito en el libro de la vida. Por lo tanto, podemos estar seguros de que este nombre nunca será olvidado, pues durará en los registros celestiales por toda la eternidad.
Los archivos de los hombres desaparecen, no así el registro de Dios, este está conservado y puesto al día en el cielo, para ser abierto el día del juicio (Apocalipsis 20:12–15) y determinar la sentencia final, tal como dice el versículo 15: «Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego». Ese solemne día el libro de la vida será abierto, pero solo para constatar que el nombre de cada uno de los muertos que serán juzgados —los que no creyeron en el Señor Jesús— no figurarán en él. Hoy Jesús nos llama. Respondamos: «Presente», para que ante su Padre y sus ángeles pueda declarar que conoce nuestro nombre.
Su gozo será escribir sobre nosotros su propio nombre, para probar que le pertenecemos, como uno pone su nombre o su sello sobre un objeto personal: «Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo» (Apocalipsis 3:12).
Así que, hermanos, gocémonos, como dijo el Señor: «de que vuestros nombres están escritos en los cielos».