Fuente: La Buena Semilla
Un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. (Isaías 9:6)
Antes de que Jesús viniese a la tierra, los creyentes esperaban al Mesías. Las profecías de la Biblia hablaban de él; estaba anunciado que su nombre sería Admirable. María recibió este mensaje: «El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35). Su venida a su pueblo produjo mucho gozo y sorpresa. Su extraordinario nacimiento maravilló a todos los que lo esperaban. De sus corazones brotaron espontáneamente cánticos. Una multitud de ángeles daba gloria a Dios en el cielo.
El hombre perfecto en quien Dios se complacía era admirable. Los que creían en él, por medio de su enseñanza y sus milagros, lo reconocían como “Emanuel”, es decir, Dios en medio de ellos.
Jesús es todavía más admirable: es el Dios Salvador que, incomprendido por la multitud y odiado debido a la pureza de su conducta, se dejó clavar en la cruz por hombres inicuos. Allí oró por sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Abrió el camino al cielo al malhechor: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Solucionó para siempre el problema del pecado que ofendía a Dios. Al decir: «Consumado es» (Juan 19:30), entró de forma voluntaria y victoriosa en la muerte: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46). Entonces la tierra tembló, las tumbas se abrieron y los creyentes resucitaron… «Verdaderamente este era Hijo de Dios» (Mateo 27:54), exclamó un jefe del ejército romano.
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