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  • Foto del escritorAlexis Sazo

No somos mejores



No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio. (Juan 7:24)


Como parte de nuestra naturaleza humana, somos muy dados a juzgar a otros conforme a lo que observamos. Y muchas veces, conforme a esta apreciación, «somos capaces de saber» las intenciones o el por qué una persona hace tal o cual cosa, basándonos en nuestras propias experiencias. No obstante, el Señor nos dio el mandamiento que vemos en el verso del encabezado: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio».


Todos nosotros somos dados a hacer esto, pero ¿podemos conocer las intenciones del corazón de una persona para juzgar lo que ha hecho? No, porque la Palabra de Dios es clara al decirnos que solo Dios puede hacerlo: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras» (Jeremías 17:9–10). Lo triste de todo esto, es que en nuestra «superioridad moral», podemos llegar incluso a despreciar a nuestros hermanos en la fe debido a los pecados que cometen o a los errores en los que caen. Pero ¿quién es mejor que otro delante de Dios? La Biblia dice claramente que «todos pecamos» (Romanos 3:23), entonces, ¿quién puede decir honestamente delante del Dios santo: «Yo no he pecado»? ¡Ninguno! Por lo tanto, ¿en qué soy mejor que mi hermano? ¿Es mi pecado menos desagradable delante de Dios? ¿Soy acaso más aceptable a los ojos de Dios debido a que soy «menos pecador» que fulano? No, mis hermanos, todos estamos en la misma situación delante de Dios. Bien decía el apóstol Pablo a los romanos:


¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En ninguna manera. (Romanos 3:9). Todos hacemos lo malo delante de Dios cada día, y todos cometemos errores todo el tiempo, por tanto, ninguno es mejor que otro o «más perfecto» que quienes nos rodean. Mirar de esta forma a nuestros semejantes es soberbia y orgullo de corazón.


Aprendamos de la humildad del Señor (Mateo 11:29), haciendo el ejercicio de reconocer que somos los peores entre los pecadores, tal como hacía el apóstol Pablo: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero [énfasis añadido]» (1 Timoteo 1:15), para que así no sintamos que somos mejores que otros, permitiendo que nuestra soberbia nos guíe a juzgar a otros conforme a las apariencias.

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