
Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra. Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos. (Salmos 119:67, 71)
Cuando leemos estos dos versículos, especialmente el 71, nos preguntamos ¿quién en su sano juicio diría: «Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos»? ¿A quién le gusta que lo humillen? Claramente a nadie le gusta ser humillado. Entonces, ¿por qué el salmista dice algo que suena tan descabellado? Porque como seres humanos lo necesitamos.
Los humanos nacemos cargados de necedad, así lo dice Dios en su Palabra: «La necedad está ligada en el corazón del niño; la vara de la disciplina la alejará de él» (Proverbios 22:15 LBLA). Por eso es tan necesario que nuestros padres nos corrijan, de no ser así, seríamos adultos necios. Pero ¿por qué nacemos con tal condición? Esto guarda relación con el pecado que mora en nuestros corazones.
El primer pecado lo cometió Satanás mientras estaba en el cielo: «Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad» (Ezequiel 28:15). Su pecado fue la codicia y la soberbia. Codicia de querer ser igual a Dios, y soberbia de pensar que sí podía ser igual al Altísimo (Isaías 14:14). En el huerto de Edén, el diablo usó estos mismos dos pecados para tentar a la mujer, pues le hizo codiciar el árbol y sembró la arrogancia de considerar el ser igual a Dios a través del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. En otras palabras, podríamos decir que el maligno nos contagió con su misma enfermedad. Por esta razón nuestros corazones rebosan de soberbia desde el momento en que nacemos.
Pero ahora, ¿y qué tiene que ver esto con que sea bueno que seamos humillados? Esta arrogancia solo nos guía por el mal camino, bien lo dicen los versículos del encabezado «Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra. Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos» (Salmos 119:67, 71).
Cuando somos humillados por Dios, es cuando verdaderamente nos damos cuenta de cuán altivos éramos en nuestros corazones y qué tan lejos estábamos de Él. Por eso su Palabra nos dice: «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (Hebreos 12:5–6).
Por lo tanto, debemos pedirle a Dios que nos humille, para que no andemos descarriados, aprendamos a guardar su Palabra y sus estatutos. En conclusión, ¡cuánto necesitamos ser humillados cada día!
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