Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. (Salmos 139:1–2)
Dios conoce a fondo todo lo que nos concierne. Este pensamiento es insoportable para alguien que no tiene «la paz con Dios». Al hombre sin Cristo la pregunta: ¿Cómo escapar de esa mirada escudriñadora? Le aflige. Pero salmista no preguntaba para huir, sino como tomando consciencia de que Dios es Omnisciente y Omnipresente: «¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Salmos 139:7). Día y noche, arriba y abajo, «en el extremo del mar» (Salmos 139:9), en todas partes la misma presencia invisible nos rodea. Para no pensar en ello se pueden multiplicar las actividades, los razonamientos, los viajes, sin llegar a apaciguar la conciencia del pecador.
Pero bajo esa penetrante luz, el que se inclina ante la grandeza de Dios se da cuenta de que su propia existencia es obra del Creador, porque «formidables, maravillosas son tus obras» (Salmos 139:14). Entonces, reconocemos nuestra pequeñez, escuchamos la Palabra de Dios y admiramos sus pensamientos. La formación del cuerpo en el seno materno nos asombra, aquel infinito y sapiente cuidado por cada uno de los detalles: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Salmos 139:16).
Sin embargo, cuánto más nos impresiona el nacimiento del alma en una vida nueva recibida por gracia y por la fe en un Dios que es luz y amor. Entonces, aquel que huía de la mirada de Dios ahora se vuelve a Él gozoso y deseoso de ese cuidado, buscando aquella presencia. Porque los pensamientos de Dios para con él lo superan y lo llenan de felicidad. Manifiesta su rechazo a todo lo que se opone a Dios:
¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos? (Salmos 139:21)
Ahora, lejos de temer ser sondeado por Dios, el creyente pide serlo, para que nada en él altere la paz y el gozo de ser un hijo de Dios, y le impida vivir en su comunión. De ahí que el corazón exclame: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón» (Salmos 139:23). Porque en lugar de creerse fuerte, reconoce su debilidad. Confía en Dios, el único que puede preservarlo de alejarse del camino de la fe, pues le ruega a su hacer: «guíame por el camino eterno» (Salmos 139:24).
Meditemos Salmo 139
Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. (Salmos 139:1–2)
Dios conoce a fondo todo lo que nos concierne. Este pensamiento es insoportable para alguien que no tiene «la paz con Dios». Al hombre sin Cristo la pregunta: ¿Cómo escapar de esa mirada escudriñadora? Le aflige. Pero salmista no preguntaba para huir, sino como tomando consciencia de que Dios es Omnisciente y Omnipresente: «¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Salmos 139:7). Día y noche, arriba y abajo, «en el extremo del mar» (Salmos 139:9), en todas partes la misma presencia invisible nos rodea. Para no pensar en ello se pueden multiplicar las actividades, los razonamientos, los viajes, sin llegar a apaciguar la conciencia del pecador.
Pero bajo esa penetrante luz, el que se inclina ante la grandeza de Dios se da cuenta de que su propia existencia es obra del Creador, porque «formidables, maravillosas son tus obras» (Salmos 139:14). Entonces, reconocemos nuestra pequeñez, escuchamos la Palabra de Dios y admiramos sus pensamientos. La formación del cuerpo en el seno materno nos asombra, aquel infinito y sapiente cuidado por cada uno de los detalles: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Salmos 139:16).
Sin embargo, cuánto más nos impresiona el nacimiento del alma en una vida nueva recibida por gracia y por la fe en un Dios que es luz y amor. Entonces, aquel que huía de la mirada de Dios ahora se vuelve a Él gozoso y deseoso de ese cuidado, buscando aquella presencia. Porque los pensamientos de Dios para con él lo superan y lo llenan de felicidad. Manifiesta su rechazo a todo lo que se opone a Dios:
¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos? (Salmos 139:21)
Ahora, lejos de temer ser sondeado por Dios, el creyente pide serlo, para que nada en él altere la paz y el gozo de ser un hijo de Dios, y le impida vivir en su comunión. De ahí que el corazón exclame: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón» (Salmos 139:23). Porque en lugar de creerse fuerte, reconoce su debilidad. Confía en Dios, el único que puede preservarlo de alejarse del camino de la fe, pues le ruega a su hacer: «guíame por el camino eterno» (Salmos 139:24).
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