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Mansedumbre y majestad

  • 21 dic 2021
  • 2 Min. de lectura


Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. (2 Pedro 1:16)


¿Pueden coexistir la mansedumbre y la majestad en una persona? Lo cierto es que sí, pues hubo uno en quien habitaron en perfecta armonía, en nuestro Señor Jesús, Dios hecho hombre.


Él dijo de sí mismo: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11:29). El Señor no insistía en los lujos ni tampoco procuraba la posesión de cosas materiales. De hecho, no poseía propiedad alguna, salvo la ropa que llevaba puesta. Comparado con nuestro nivel de vida, nuestras casas, nuestras tarjetas de crédito, el Señor Jesús era «paupérrimo».


En cuanto a querer lograr fama y la gloria en este mundo, lo vemos absolutamente alejado de eso, ya que Él se iba a lugares desiertos para evitar que las multitudes lo adularan. Siendo el Dios creador de todo lo que existe, fue completamente humilde. Le vemos, por ejemplo, lavando los pies de sus apóstoles:


Se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. (Juan 13:4–5)


Sin embargo, a pesar de tan profunda humildad, también había una imponente majestad en el Señor Jesús. Bastaba que Él dijera a los tormentosos vientos y a las embravecidas olas: «calla, enmudece» para que estos se calmaran de inmediato (Marcos 4:39). Grandes multitudes le seguían porque vivía y enseñaba con poder y autoridad (Mateo 7:29). Y aunque entregó su vida en la cruz del Calvario, al tercer día resucitó, levantándose con poder y gloria. Y un día volverá en gloria y majestad, ya no como un siervo humilde, sino como el Rey de reyes y Señor de señores que es; para vencer a sus enemigos y juzgar al mundo.


Este evento glorioso no pasará desapercibido, ya que dice: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá» (Apocalipsis 1:7). Entonces, ¿cómo hemos de responder? Ciertamente adorándolo, honrándolo, bendiciéndolo y sobre todo, obedeciéndolo. Porque únicamente Él es digno de nuestra devoción y todas nuestras alabanzas.


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