
Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre. (Juan 20:30–31)
Los milagros que el Señor Jesús hizo fueron puestos en duda muchas veces. Sin embargo, los hombres religiosos de su tiempo que se oponían a Él no podían negar la realidad de sus milagros. Entonces acusaban a Jesús de hacer esos milagros por el poder de los demonios, cosa que no tenía sentido, pues los milagros que hacía rompían el poder de Satanás (Mateo 12:24–29).
Los milagros que hacía el Señor nunca los hizo para su propio interés o beneficio. Nunca trató de satisfacer su hambre, su sed o cansancio, siempre puso las necesidades de otros antes que las suyas propias. Su Palabra nos dice:
El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. (Lucas 4:18–19)
Además liberó a los que estaban poseídos, curó a los leprosos y devolvió la vida a los muertos. Sus milagros constituyen acontecimientos extraordinarios que no pueden ser explicados mediante las leyes de la naturaleza. Confirman que Jesús hablaba de parte de Dios y que se cumplía lo que se había profetizado de Él en el Antiguo Testamento con respecto al Mesías.
Los milagros del Señor eran señales tangibles del poder de Dios, un lenguaje sin palabras que expresa la gloria de su persona y el poder de su amor. También acreditan la Palabra de Dios, pero la fe en esta Palabra es la que salva, y no la emoción ante un milagro. Aún hoy usted puede ser liberado al creer la Palabra de Dios que nos revela que Jesús, quien vino del cielo, llevó sobre Él la condenación por nuestros pecados. Ya no hay más condenación para los que confían en Jesús. Dios les abre sus brazos. ¡No espere más para acudir a Él!
Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús. (Romanos 8:1)
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