Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón. El corazón de los sabios está en la casa del luto; mas el corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría. (Eclesiastés 7.2, 4 RVR60)
Un día, un hombre decidió hacer todos los arreglos necesarios para el día de su muerte. Escogió un terreno en el cementerio y la inscripción que quería que escribieran en su lápida; arregló todas sus cuentas y dejó instrucciones a sus familiares para cuando ese día llegase. Un pastor, que le conocía bien, escuchó que aquel hombre estaba muy ocupado preparándose con toda diligencia para aquel inevitable día. Así que, decidió ir a verlo y le dijo: «Tengo entendido que ha hecho arreglos para el día de su muerte, y ha adquirido un lugar de descanso para su cuerpo, pero ¿ha pensado en el lugar de reposo para su alma?»
El hombre quedó pasmado con la pregunta, porque era cierto que no había pensado en el destino eterno de su alma, y no estaba listo para la vida venidera. Después de escuchar al pastor explicarle el evangelio, reconoció su condición de pecador perdido, así que acudió al Señor Jesús en busca de la salvación de su alma, y así obtuvo la seguridad de su alma para cuando aquel día fatal llegara.
La Palabra de Dios nos dice que aquellos que viven su vida sin preocuparse del destino eterno de su alma, son necios. Tal como en la parábola que relató el Señor sobre aquel hombre rico, en donde Dios le tuvo que decir:
Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios. (Lucas 12.20–21 RVR60)
Mientras que es sabia aquella persona que se prepara para ese importantísimo día; porque lo cierto es que cada ser humano en este mundo, un día ha de morir. Y conforme a las escrituras, todos los que confían en Jesús como el Salvador de sus vidas, pasarán la eternidad en el reino de los cielos; mientras que los que rechazan el regalo de Dios, irán al fuego y tormento eterno (Mateo 25.34, 41).
Es necesario que no dejemos pasar el tiempo, porque ninguno de nosotros conoce el día de su muerte. No obstante, sí podemos estar listos, porque bien dice su Palabra: «El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios» (Juan 3.18–19 RVR60). No se demore, asegure el destino eterno de su alma, porque no existe nada más relevante y crucial que esto.
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