Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres. (Juan 8:36)
Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Gálatas 3:28)
Y todos vosotros sois hermanos. (Mateo 23:8c)
Todos los franceses conocen estas palabras que dieron forma a su república. Estas tres palabras inspiraron a los redactores de la constitución francesa, y muy a menudo a los líderes políticos de todas las tendencias que las hacen suyas. Pero debemos admitir que estamos lejos de esa sociedad ideal.
Sin embargo, existe un campo donde estos principios deberían ser una realidad. Todos los verdaderos cristianos formamos parte del pueblo de Dios, pues depositamos nuestra confianza en Jesucristo. El perdón de Dios nos libera de la culpabilidad del pecado y además, si dejamos actuar el poder del Espíritu Santo en nuestras vidas, éste nos libera de los diversos vínculos que a menudo atan a los hombres: deseos incontrolados, diversas adicciones, codicias, etc.
Dios, que es bueno y misericordioso (Salmos 118:1), nos llama hijos (Juan 1:12), y el Señor Jesús nos llama sus hermanos (Juan 20:17); y este vínculo vital entre los creyentes es indestructible. Tenemos todo en común:
Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. (Efesios 4:4–6)
Y en su Palabra, también somos llamados a no dejarnos influenciar por las diferencias sociales:
El hermano que es de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el que es rico, en su humillación. (Santiago 1:9)
Los primeros cristianos vivían de esta manera, pues dice: «Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas» (Hechos 2:44). Nosotros también debemos vivir de la misma manera delante de Dios y con nuestros hermanos, disfrutando la libertad, la igualdad y la fraternidad que gozamos en Cristo Jesús.
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