
Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado. Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres. (Juan 8:34, 36)
Los que hemos puesto nuestra fe en Jesucristo como nuestro único salvador, podemos turbarnos al descubrir que en nosotros —aun después de haber sido renacidos— existe una tendencia natural e incorregible hacia el mal. El apóstol Pablo les habló de esto a los romanos, cuando dijo: «Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Romanos 7:18–19). Entonces, ¿cómo podemos resistir a esas inclinaciones? Pongamos el siguiente ejemplo:
Imaginemos que arrendamos en un edificio y que el propietario no se contenta con recibir el alquiler mensual, sino que es muy exigente y a menudo aparece cuando menos lo esperamos. Pero un día vende el inmueble; y el nuevo propietario es totalmente opuesto al anterior. Se esfuerza para que los inquilinos se sientan bien en sus casas. Durante cierto tiempo todo va bien, pero un día alguien llama a la puerta: es el antiguo propietario, que sigue viviendo en el edificio. Aunque ya no tenga derecho, vuelve para imponer sus exigencias. Incluso lo amenaza con quejarse ante el nuevo propietario si es que no le hace caso. ¿Qué hacer? Contestarle que él ya no tiene nada que ver con nosotros, porque su responsabilidad es con el nuevo dueño. Entonces, no le hace caso y le cierra la puerta.
Algo similar ocurre con nuestra relación entre la carne y con Cristo. En el Señor, los creyentes, encontramos un nuevo Maestro, un nuevo dueño. Pero no debemos olvidar que el pecado, esa raíz de donde provienen las malas acciones, siempre estará con nosotros hasta el día que partamos a la presencia del Señor o cuando venga Él a buscarnos y nuestros cuerpos sean transformados.
No obstante, cuando dichas inclinaciones al pecado se presentan, los cristianos debemos rechazar con firmeza la tentación. ¿De qué manera? Tenemos que pedir ayuda al Señor y contar con Él para recibir poder resistir al «antiguo dueño», porque bien dijo el Señor: «porque separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5). ¿Para qué hacer esto? «A fin de que no sirvamos más al pecado» (Romanos 6:6) y podamos gozar plenamente de la libertad con que Cristo nos hizo libres.
Comments