En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios. Él oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos. (Salmos 18:6)
Un cínico le preguntó a una creyente anciana que había soportado un gran dolor físico durante 20 años: «¿Qué piensa ahora de su Dios?» La piadosa mujer contestó: «Ahora pienso de Él mejor que nunca».
Aunque no lo veamos así, la tristeza es un medio por el cual nos acercamos al corazón de Dios. Cuando los repetidos golpes de la adversidad nos quitan la salud, los amigos, el dinero y las circunstancias favorables, Dios se convierte entonces en lo único que nos queda en la vida. Es allí cuando aprendemos a amarlo por ser quien es y no por lo que nos pueda dar.
En esos momentos de dificultad decimos como el salmista, Asaf: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Salmos 73:25). Como decía recién, el camino de la tristeza nos lleva al lugar donde podemos decir: «Mi carne y corazón desfallecen; más la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre» (Salmos 73:26). No debemos impresionarnos porque padecemos y pasamos dificultades en este mundo, puesto que su Palabra nos los advierte: «Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento» (1 Pedro 4:1). Por eso es que el Señor Jesús dijo: «En el mundo tendréis aflicción» (Juan 16:33).
Pero no todo está perdido, mis hermanos. Es cierto que en este mundo habremos de padecer, pero debemos recordar lo que nos espera el cielo, pues allí «enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Apocalipsis 21:4). Este camino de dolor por el que podemos estar transitando, nos conduce a la tierra donde la pérdida ya no se conoce, a un lugar donde ya no hay más aflicción, ni dolor, ni pesar, sino solamente gozo y el servicio para el cual hemos sido completamente preparados. Eso es lo que pone al dolor en la perspectiva correcta. Ese es el dulce momento que viene después de la tristeza.
Mientras vamos camino al cielo, podemos ser consolados por nuestro Dios, quien es el Padre de toda consolación (2 Corintios 1:3–5), y que nos dice: «No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia» (Isaías 41:10).
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