¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor. (Lamentaciones 1:12)
Cuando leemos en los evangelios los sufrimientos de nuestro Señor, vemos como a pesar de las injurias, las burlas, los insultos, los escupes, las bofetadas, los golpes con puños, los golpes con una vara, los azotes, la corona de espinas y el ser clavado en la cruz; todos esos horribles dolores y humillación, nuestro Salvador las soportó en sepulcral silencio. Sin embargo, hubo un dolor que no pudo callar, pudo soportar todo el dolor físico, la vergüenza y la humillación, pero no aquello que le hizo clamar:
Y a la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? Que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Marcos 15:34)
Esta no fue una pregunta inquisitiva, sino retórica, porque el Señor sabía la respuesta; fue aquel dolor que sentía en su alma el que le obligó a abrir sus labios. Él clamó porque el Padre le tuvo que abandonar, aquella separación fue el producto de haber tomado la forma del pecado mismo cuando pendía de la cruz del Calvario.
El pecado produce separación (Isaías 59:2), y por esta razón, siendo el Señor Jesucristo el Hijo del Dios Santo, tuvo que ser arrancado del Padre por haber llevado el pecado nuestro. Jesús sufrió esta separación espiritual para que nosotros no tuviéramos que ir a la condenación eterna, debida a nuestros pecados. Fue por amor que soportó aquellos horribles dolores. Por eso el versículo del principio expresa el dolor de nuestro Señor, un dolor que está más allá de cualquier dolor que nosotros pudiésemos llegar a comprender y experimentar jamás.
Aquellos sufrimientos le llevaron a padecer las inmundicias del pecado, a soportar el castigo eterno de nuestras almas y sobre todo, la separación de Dios. Así que, no seamos indiferentes a ese dolor, sino que seamos agradecidos, y honremos a nuestro Salvador y vivamos una vida que llene de contentamiento a Dios Padre, ya que nuestra obediencia es la única forma que tenemos de agradarle.
Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. (1 Pedro 1:14–16)
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