Sino, como aquel que os llamó, es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. (1 Pedro 1:15–16)
Cuando Dios mandó a Moisés a erigir el tabernáculo, y luego en el templo en Jerusalén que levantó Salomón, Dios habitó entre su pueblo. Si bien, su gloria estuvo en ambos lugares (Éxodo 40:34–35; 2 Crónicas 5:14). Ambas construcciones tenían la misma configuración, de fuera hacia dentro: un atrio, el lugar santo y el lugar santísimo. Pero era en este último donde solo el sumo sacerdote, una vez al año, y con sangre ajena, entraba. Por así decirlo, era el lugar donde Dios moraba.
Biblia dice acerca de nosotros, los creyentes: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Corintios 6:19–20). Somos templo de Dios gracias al sacrificio del Señor, ya que sabemos que cuando exclamó: «Consumado es» (Juan 19:30), el velo del templo que dividía el lugar santo del santísimo, «se rasgó de arriba a abajo» (Mateo 27:51), lo cual nos abrió este camino nuevo y vivo a través del velo (Hebreos 10:20), y dio paso a esta comunión de Dios con nosotros, permitiendo así, que nosotros, los creyentes, podamos ser templos de Dios.
Entonces, la razón de demandársenos santidad (como vemos en el versículo del encabezado) tiene que ver con que somos el lugar santísimo y, por tanto, debe ser un lugar inmaculado para Dios. Porque recodemos que Dios es tres veces santo y no tolera ver la transgresión, porque sus ojos son muy limpios (Habacuc 1:13). La pregunta es: ¿somos templos sin pecado? ¿Mantenemos limpio nuestro templo?
Mis hermanos, procuremos vivir en santidad, pidiéndole a Dios que nos santifique cada día, que nos ayude a mantenernos santos y puros para Él, para que de esta forma, Él pueda morar sin restricciones en nuestro ser.
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