Entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista. (Lucas 7:28)
Juan el Bautista fue enviado para preparar al pueblo de Israel antes de la llegada del Señor Jesús, el Mesías enviado por Dios. Tal como dijo el ángel Gabriel, que Juan vino «para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lucas 1:17). Y el mismo Señor Jesús dio un testimonio excepcional de Juan (versículo del encabezado).
Juan el Bautista cumplió su misión de una manera destacable. Nunca se puso en primer lugar, es más, cuando los judíos le preguntaron quién era él, resaltó más bien lo que no era, y no lo que era. Desvió las miradas de sobre sí mismo, para dirigirlas hacia aquel a quien había venido a anunciar: A Jesucristo. Estaba satisfecho de ser solo una «voz» por medio de la cual Dios hablaba a su pueblo. Su actitud, sus palabras, y toda su manera de ser transmitían un mensaje esencial: La persona importante no soy yo, ¡es el Señor Jesús!
Tan pronto como vio al Señor, Juan se lo señaló a todos, diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Sus propios discípulos lo dejaron para seguir a Jesús y Juan no intentó retenerlos, sino que expresó su gozo diciendo: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30).
Lo que quiero decir, es que todos los pensamientos de Juan el bautista, acerca de Dios, estaban vueltos hacia la Persona gloriosa de Cristo, de quien su corazón estaba lleno. Este es el resultado de tal «olvido de sí mismo», el que caracteriza a un fiel siervo de Dios. A lo que apunto es que en vez de atraer las miradas y los corazones hacia sí mismo, los dirigía hacia el Señor Jesucristo, la persona más importante de su vida.
Y nosotros, ¿de qué tenemos llenas nuestras mentes y corazones? ¿Es Dios y su Palabra de lo que estamos llenos o es algo más? Mis hermanos, ¡sigamos el ejemplo de Juan el Bautista! Empapémonos de Dios y su Palabra, saturemos nuestras mentes de Él, para que, de esta forma, nuestro Señor Jesús se torne en la persona más importante.