Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros, no es posible contarlos ante ti. si yo anunciare y hablare de ellos, no pueden ser enumerados. (Salmos 40.5 RVR60)
Augusto César es recordado como el primero y más grande emperador romano. Con su habilidad política y poder militar, eliminó a sus enemigos, expandió el imperio y transformó la desordenada Roma en una ciudad de templos y estatuas de mármol. Los romanos se referían a él como «el padre divino» y «el salvador del género humano». Al concluir sus 40 años de reinado, sus últimas palabras oficiales fueron: «Encontré a Roma como una ciudad de arcilla, pero la dejé como una ciudad de mármol». Sin embargo, según su esposa, sus últimas palabras fueron: «¿Hice bien mi papel? Entonces, aplaudan cuando salgo».
Lo que Augusto no sabía era que se le había otorgado un papel secundario en la historia más grande de la humanidad. A la sombra de su exitoso reinado terrenal, el hijo de un modesto carpintero (tal como se creía), nació para revelar algo mucho mayor que cualquier victoria militar, templo o palacio romanos; tal como leemos en el evangelio de Lucas:
Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria. E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad. Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. (Lucas 2.1–7 RVR60)
Esta es la verdadera gloria más grande de la historia de la humanidad, el gran misterio revelado, oculto desde los siglos, que Dios se humanó. Tal como lo expresó el apóstol Pablo en su primera carta a Timoteo: «E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Timoteo 3.16 RVR60). Y ¿quién podría haber previsto la maravilla oculta de un sacrificio ante el cual el cielo y la tierra aplaudirían? ¡Qué historia más maravillosa!
Si hacemos un símil a las palabras de César de: «Encontré a Roma como una ciudad de arcilla, pero la dejé como una ciudad de mármol»; podemos decir que «Dios nos encontró perdidos, persiguiendo espejismos y peleando entre nosotros, y nos dejó cantando juntos sobre un antiguo madero y una tumba vacía».
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