Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. (Mateo 16:16)
En otra oportunidad, los discípulos atravesaban el lago durante la noche. El Señor Jesús se había quedado en tierra para orar. De repente vieron que alguien caminaba sobre el agua, cerca de la barca. Se asustaron muchísimo porque pensaron que era un fantasma. Entonces el Señor los tranquilizó diciendo: «¡Yo soy, no temáis!» (Marcos 6:50).
Durante su vida aquí en la tierra, el Señor Jesús mantuvo cubiertas sus glorias divinas bajo la humilde apariencia de su humanidad. Sin embargo, durante breves momentos dejaba brillar algunos de sus caracteres divinos. Sus discípulos, quienes fueron testigos de ello, algunas veces se maravillaron y otras se asustaron frente a lo que veían.
Nuestro Señor, a pesar de que estuvo «en condición de hombre» (Filipenses 2:8), jamás pecó porque el pecado no podía tomar posesión de Él. A diferencia de nosotros, en el Señor Jesucristo no existía ni siquiera un ápice de egoísmo, de amor propio o de orgullo. Así como ninguna concupiscencia podía nacer en su alma santa, ya que era sin pecado. Asimismo, ningún contacto ni situación podía hacerlo contaminarlo, pues es el Dios Santo.
Igualmente la muerte del Señor Jesús lleva la marca de la unión más íntima de su humanidad y su divinidad. Aunque aparentemente murió como un hombre, «crucificado en debilidad» (2 Corintios 13:4), entró en la muerte como vencedor, y salió de ella «según el poder de una vida indestructible» (Hebreos 7:16), ya que esta no le pudo contener, de ahí que podamos decir: «Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (1 Corintios 15:54–55). La muerte nunca tuvo poder sobre el Señor, ya que Él no murió agotado por los sufrimientos del suplicio, sino que entregó su vida, la cual nadie le podía quitar (Juan 10:18). Murió en la cruz dando ese gran clamor de victoria que convenció al centurión romano de su divinidad (Marcos 15:39).
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