Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. (Salmos 32:5)
Todo el mundo está de acuerdo en que perdonar es algo bueno. De niños se nos enseña: «¡Tienes que perdonar!» Cosa que a menudo nos es muy difícil. No obstante, no podemos no hacerlo, «porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mateo 6:14–15). Pero quizás sea más difícil aún admitir que uno necesita ser perdonado. Somos lentos en reconocer nuestros errores hacia los demás, como también nuestra culpabilidad ante Dios.
Debemos confesarle todo; no debe haber nada que obstruya nuestra relación con Dios. Mediante la confesión de nuestros pecados a Dios, por ejemplo, la paz reemplaza a la amargura y el remordimiento. Aunque tristemente tenemos la tendencia a probar otros medios antes de hacer una confesión sincera. Nos dedicamos a leer más la Biblia, asistimos con mayor regularidad a las reuniones en la iglesia local y oramos más. Eso está bien, es de vital importancia hacerlo, sin embargo, no es suficiente. Dios desea que le confesemos nuestras faltas, y también que lo hagamos con aquellos a quienes hemos hecho daño.
Dios quiere que siempre tengamos la verdad en nuestros corazones. Pero lo hermoso es que aunque falta nos aleje de Él, Él no nos abandona, sino que nos interpela, porque quiere llevarnos a comprender en qué actuamos mal para que nos confesemos. Una verdadera confesión desbarata todas las maquinaciones de Satanás; honra al Señor, libera nuestra consciencia y nos devuelve el gozo.
Los cristianos sabemos que Dios perdonó nuestros pecados gracias a la muerte de Cristo. Entonces, ¡no dudemos en reconocer nuestros errores y confesarlos ante Dios mediante una oración sincera! Porque recordemos lo que nos dice su Palabra:
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros. (1 Juan 1:9–10)
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