¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? (1 Corintios 15:55)
Aquel viernes, día de la Pascua, antes de las seis de la tarde, dos hombres pusieron un cuerpo en un sepulcro nuevo, José de Arimatea y Nicodemo (Juan 19:28–42). Aquel muerto era el Señor Jesús, el Hijo de Dios, el autor de la vida que tuvo que gustar la muerte.
El Señor Jesús fue crucificado. Sin embargo, aunque los hombres participaron en su muerte, en realidad Él entregó su vida voluntariamente, pues dijo: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (Juan 10:17-18). Él resucitó a otros, porque la muerte no tenía poder sobre Él.
Y si bien murió, aquel domingo en la mañana la tumba estaba vacía. El Señor Jesús resucitó, venciendo a la muerte, tal como dice en Hebreos 2:14-15: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre». Fue una victoria sin precedentes, un triunfo definitivo.
Debido a que Cristo resucitó, nosotros, un día, al oír la potente voz del Hijo de Dios, a su voz de mando, resucitaremos con Él (1 Tesalonicenses 4:17). Debido a que seremos como Él es, la muerte no podrá retenernos, pues la muerte ya no tiene poder sobre los que hemos creído. Esta es nuestra esperanza cierta, porque nuestro Señor es el gran vencedor de la muerte.
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