El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (Juan 1:29)
En esta expresión con que Juan el bautista designó a Jesús, fue un anuncio de todos los sufrimientos que tendría que padecer el Señor. Porque en las leyes dadas por Dios al pueblo judío, el cordero está ligado al sufrimiento. Bien podemos leer en Isaías cuando se profetiza acerca de Él, diciendo: «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Isaías 53:7). Por eso el título de Cordero de Dios evoca la muerte del Señor Jesús, ya que Él es el verdadero cordero pascual, cuya sangre protegió del juicio en Egipto al pueblo de Israel.
Porque Jesús, el Cordero de Dios, se ofreció a sí mismo para cumplir la voluntad de Dios; murió para ser el salvador de todo aquel que deposita su en Él; un cuerpo, una iglesia formada por personas de toda lengua y nación. Pues sin su muerte como sacrificio expiatorio no habría ninguna esperanza de salvación para nosotros; por eso el Señor dijo: «yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10).
Y debido a lo que hizo en la cruz del Calvario como el Cordero de Dios, Jesús es el Señor de la historia, el único digno de abrir el libro con sus siete sellos (Apocalipsis 5:5–7). Es además a Él a quien se le ha entregado todo el juicio para juzgar con justicia al mundo. Bien dijo el Señor:
Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió. (Juan 5:22–23)
Pronto todos los resultados de su muerte se verán en el cielo y aun en la tierra (2 Pedro 3).
En cuanto a los creyentes, desde ahora tenemos la garantía de la victoria final del Cordero de Dios, pues Él es el Cordero vencedor, «el Rey de reyes y Señor de señores» (Apocalipsis 19:16). Por eso debemos unirnos a las voces celestiales y alabar al Señor, diciendo: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con sangre… a Él sea la gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Apocalipsis 1:5–6).
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