No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. (Juan 3:17)
Si usted visita el castillo de Haut-Koenigsbourg en Alsacia (Francia), verá varios cañones del siglo XVI. En uno de ellos, muy cerca del orificio por donde se introducía la mecha, se puede ver, fundida en relieve, una representación del Cristo crucificado. Quien viera aquello podría preguntarse: ¿Era un amuleto para una batalla en la que se temía perder la vida? ¿O se quería tener a Cristo de su lado? ¡Qué incoherencia asociar a Cristo crucificado con tal instrumento de muerte!
Ese tipo de acciones no se relacionan en nada con nuestro Señor, quien durante toda su vida mostró concretamente un amor y una gracia que la maldad de los hombres no pudo quebrantar. Ni siquiera se defendió cuando fue clavado en la cruz, ¿por qué? Tal como Él mismo lo dijo estando en Getsemaní: «la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?» (Juan 18:11). Un cañón fue hecho para matar y destruir, mientras que la misión del Señor Jesucristo fue salvar lo que se había perdido (Lucas 19:10).
Un crucifijo fundido en la masa de un cañón evoca las guerras «santas» llevadas a cabo en el nombre de Cristo. Y todas ellas mostraron un total desconocimiento del carácter y la misión de Cristo. Durante su vida en la tierra, El Señor Jesús nunca se involucró en los conflictos que sacudían a Israel. Su vida fue, constantemente, la expresión del amor divino hacia todos. No puso resistencia cuando fueron a prenderlo. Se dejó clavar en la cruz, pues sabía que su muerte era necesaria para que nosotros pudiésemos tener la vida eterna, tal como Él lo expresó: «De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24–25), y nosotros, los creyentes, somos ese fruto.
Con respecto a los cañones, el mensaje del Señor Jesús fue: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian» (Lucas 6:27-28). «Como yo os he amado, que también os améis unos a otros» (Juan 13:34).
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