Así ha dicho Jehová el Señor: ¡Ay de los profetas insensatos, que andan en pos de su propio espíritu, y nada han visto! (Ezequiel 13:3)
Una niña muy precoz y muy presumida, fue en una ocasión tan traviesa que su madre le dijo que fuera arriba a confesar a Dios lo mala que había sido y la perdonara. Al cabo de poco tiempo, la niñita bajó muy satisfecha de sí misma.
—Bien, querida —le dijo la señora Bentson. —¿Le dijiste a Dios lo que habías hecho?
—Sí, mamá, lo hice, y Él me contestó: «Muy bien, no te preocupes, niña, pues esto no tiene importancia».
Ella decía que Dios le había dicho lo que su corazón pensaba. Hay mucha gente hoy día, tan piadosa como faltada de juicio, que, buscando, según dicen la dirección divina, confunden la voz de Dios con los pensamientos propios; lo que ellos quieren, piensan que lo quiere Dios, y actúan en consecuencia.
Tristemente, así como aquella niña ensimismada que habló consigo misma o se dijo a sí misma lo que quería oír, muchos cristianos ponemos oído a nuestro corazón engañoso, más que todas las cosas, y perverso (Jeremías 17:9), cuando queremos conocer la voluntad de Dios, «forzando su voz», como si Él nos hubiese dicho lo que queremos oír.
En el versículo del encabezado, Dios hace una exclamación importante, un llamado de atención, a tener cuidado cuando pensamos que Dios nos ha hablado, cuando no lo ha hecho. Nosotros hacemos lo mismo, le preguntamos a Dios, pero nos respondemos nosotros mismos. «Buscamos la voluntad de Dios», sin embargo, no queremos escuchar lo que Él tiene verdaderamente para decirnos, sino que en vez de esperar su voluntad, escuchamos lo que nosotros deseamos escuchar.
Es importante que aprendamos a esperar en Él, a callar y dejar que Él hable. Es cierto que a veces, Dios no responde de inmediato, pero no nos desesperemos, ni pongamos atención a lo primero que venga a nuestra mente, sino que dejemos que Dios nos hable verdaderamente. Y oigamos lo que nos dice su Palabra: «meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama, y callad» (Salmos 4:4).
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