
Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. (Isaías 53:6)
En el libro del Génesis encontramos el relato de Caín, el hijo de Adán y Eva, el cual mató a su hermano Abel. Entonces Dios lo echó y le dijo que sería «errante y extranjero en la tierra» (Génesis 4:12). Caín no tuvo en cuenta lo que Dios le dijo; construyó una ciudad, sus descendientes se asentaron en ella y se dedicaron a hacer de la tierra un lugar agradable para vivir, sin Dios.
Hoy en día, la tierra está llena de personas errantes. No me refiero a personas sin domicilio fijo. Estas personas errantes poseen o alquilan una casa y tienen todo tipo de ocupaciones importantes en este mundo. Tienen una profesión y están ocupadas durante todo el día. Con sus esfuerzos siempre tratan de hacer de la tierra un lugar agradable para vivir sin Dios. Pero en realidad deambulan hasta el día en que deban dejar este mundo.
También hay otra clase de personas: estas saben que las promesas de Dios son seguras. Jesús es su Salvador. Es cierto que viven en la tierra, pero solo están de paso; son extranjeros y peregrinos (Hebreos 11:13; 1 Pedro 2:11) en este mundo, pues tienen un lugar de destino, un hogar preparado para ellos. Pasan por la tierra para ir al cielo, a su verdadera patria. Y allí el Señor Jesús los está esperando. Pero esto no es algo exclusivo para algunos pocos, no, sino que el Señor Jesús dio su vida en la cruz para todo aquel que quiera dejar de ser errante, pueda tener una morada en la casa del Padre (Juan 14:2).
Querido lector, si su vida aún no tiene sentido, ¡vuélvase a Jesús! Así no seguirá errando, sino que caminará hacia un destino maravilloso: ¡hacia su Salvador!
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