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Episodio #71 La mansedumbre (Bienaventuranza #3)



 

Nota: Esta es la transcripción de un episodio del podcast Edificados en Cristo. Para escuchar el episodio del podcast hacer click aquí.

 

¡Sean todos muy bienvenidos a un nuevo episodio más en su podcast, Edificados en Cristo! Mi nombre es Alexis. Y el día de hoy, les traigo un episodio titulado: La mansedumbre. Pero antes, demos paso a la intro y los veo enseguida.

Este es el tercer episodio de la serie de las bienaventuranzas del así llamado sermón del monte que encontramos en Mateo capítulo 5. Dice así la Palabra de Dios:

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. (Mateo 5.5 RVR60)


Comencemos primero viendo la palabra manso en el contexto del idioma original para así no tener dudas o confusiones. La palabra traducida en nuestras biblias como «mansos» es praǘs (πραΰς), que significa manso, templado, gentil. Mientras que la palabra mansedumbre en el original es praǘtēs (πραΰτης); y según el Nuevo diccionario bíblico ilustrado de Ventura dice que mansedumbre es aquella serenidad de espíritu pacífica y humilde, en virtud de la cual el hombre no se deja arrebatar fácilmente de la cólera con motivo de las faltas o el enojo de los demás.


Existe una doble expresión en la mansedumbre, primero hacia Dios y luego hacia otras personas.


Primero veamos la mansedumbre hacia Dios, esta implica dos cosas:


  1. La receptividad a su Palabra, es decir, ser obedientes a ella.

  2. La sumisión a la voluntad perfecta de Dios.


Entonces, la receptividad a su Palabra, es la receptividad a la Palabra de Dios misma, lo que significa abordarla como alguien que es «pobre en espíritu», tal como dijo el Señor en la primera bienaventuranza. Esta pobreza espiritual implica que cada uno debe reconocer que todavía hay mucha incredulidad y pecado en nuestro corazón, el cual necesita ser expuesto, reconocido, arrepentido y tratado. Tal como decía en el episodio de hace dos semanas, tenemos que ser conscientes de nuestra bancarrota espiritual.


Ahora, la persona que busca la mansedumbre hacia Dios, lee las palabras del Señor Jesús en Mateo 5:48 que dicen: «Pero tú debes ser perfecto, así como tu Padre en el cielo es perfecto» (leí la versión NTV). El manso que lee estas palabras, se da cuenta de que por mucho que parezca ser una buena persona, no se acerca siquiera un poco a la perfección que Dios requiere; la cual se encuentra únicamente en la justicia perfecta de su Hijo Jesucristo. Pero tristemente, pareciera ser que los cristianos de hoy en día somos más conocedores de la Palabra que hacedores de la misma; siendo que el mandamiento divino es a ser hacedores y no solamente oidores, porque eso es engañarnos a nosotros mismos (Santiago 1.22).


Por ejemplo, nos sentamos en la iglesia el domingo o nos conectamos a alguna reunión online y escuchamos un mensaje inspirador o desafiante; y estamos completamente de acuerdo con lo que hemos escuchado. Incluso podemos llegar a decir que disfrutamos mucho del sermón. Pero una vez que dejamos la iglesia o nos desconectamos, lo olvidamos inmediatamente; y no recibimos con mansedumbre la Palabra de Dios implantada (Santiago 1:21). Por el contrario, con demasiada frecuencia usamos las Escrituras no como un medio para juzgarnos a nosotros mismos, sino como uno para juzgar a los demás, especialmente a aquellos cuyos pecados son más «flagrantes» o evidentes que los nuestros. Mientras que la persona verdaderamente mansa, por el contrario, escudriña las Escrituras (o escucha las enseñanzas, conforme al ejemplo que di) no para juzgar a los demás, sino para permitir que el Espíritu Santo le juzgue a él o ella. De hecho, la persona que es mansa desea fervientemente que el Espíritu Santo use su Palabra para efectuar un cambio profundo en su ser.


Un paréntesis, que el Señor Jesús haya dicho las bienaventuranzas en el orden que las dijo, no fue por mera casualidad; porque vemos que estos rasgos de carácter de las Bienaventuranzas se complementan entre sí. Ya que solo la persona que es «pobre en espíritu», es decir, la que reconoce su pobreza espiritual, es la que se lamenta sobre el pecado y es la misma que querrá ser receptiva a la Palabra de Dios como un medio para lidiar con el pecado y crecer para parecerse más a Cristo.


Ahora veamos lo segundo, el someternos a la voluntad de Dios. Este sometimiento requiere primero que entendamos el significado del término. La voluntad de Dios se refiere al gobierno soberano de Él sobre toda su creación; controlando, dirigiendo y orquestando todos los eventos y circunstancias para lograr sus propósitos. Entonces, vemos que Dios hace lo que quiere y nosotros, debemos hacer todo lo que Él quiere que nosotros hagamos. Pero claro, ahí está presente nuestra naturaleza caída que se rebela contra Dios y sus designios a cada momento.


La mansa sumisión a la voluntad soberana de Dios, significa que reconocemos que todavía hay mucho trabajo por hacer en nuestro carácter. Porque tal como veíamos en el episodio pasado, Dios usa las adversidades como un medio para hacer ese trabajo al quebrantarnos. Y tal como dije, Dios no usa sino solo a aquellos a quienes ha quebrantado. Por lo tanto, aceptar su voluntad significa que aceptamos los eventos difíciles y dolorosos de la vida, incluso los provocados por las acciones de otras personas, como bajo la mano controladora de nuestro amoroso e infinitamente sabio Padre celestial.


Aceptar su voluntad mansamente, también implica que creemos que Dios hace que todos los eventos en nuestras vidas, sean buenos o malos a nuestros ojos, trabajen juntos para conformarnos cada vez más a la semejanza de Cristo (Romanos 8:28-29). Significa que damos gracias en todas las circunstancias (1 Tesalonicenses 5:18); no por la circunstancia en sí misma, sino por la promesa de Dios de usar estas circunstancias para moldearnos más y más a la manera de su Hijo.


Por experiencia propia debo confesar que dar gracias en todas las circunstancias, especialmente en aquellas que nos parecen malas, es todo un desafío. Sin embargo y tal como veíamos en el episodio pasado, las promesas de Dios son maravillosas, pues no solo nos ofrecen consuelo acá en la tierra (2 Corintios 1.3-5), sino que además, promete Dios acompañarnos porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador (Hebreos 13:5–6).


Por eso es que mencioné que el Señor no dijo las bienaventuranzas de manera antojadiza, sino en ese orden específico para que pudiéramos ir entendiendo su actuar. Porque esta tercera bienaventuranza, la podemos entender mejor a la luz de las dos primeras.


Ahora veamos la mansedumbre hacia otras personas.


El puritano Thomas Watson escribió que la mansedumbre hacia otras personas consiste en tres cosas: soportar las injurias, perdonar las injurias y devolver bien por mal. Analicemos estas tres expresiones de mansedumbre en la vida cotidiana.


a. Soportar las injurias, es una respuesta con mansedumbre a las heridas producidas por otras personas. Puede ser una crítica injusta, un chisme e incluso una calumnia desagradable. Quizás al hablar con usted, alguien lo menospreció. O que, por ejemplo, lo pasaron por alto para un ascenso merecido, en favor de alguien claramente menos merecedor. Hay muchas formas en las que las personas nos pueden lastimar. Pero ¿cómo se ve la mansedumbre en estas situaciones? El apóstol Pedro nos ayuda a entenderlo cuando, hablando del Señor Jesús, dijo lo siguiente:


Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente. (1 Pedro 2.23 RVR60)


Además del ejemplo del Señor, tenemos también lo que nos mandó Él mismo:


Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. (Mateo 5.38–41 RVR60)


Quizás alguno pueda pensar que esto es una especie de cristianismo tipo «tapete, felpudo o limpia pies», me refiero a lo que se coloca a la entrada de las casas para que la gente se limpie los pies antes de entrar. Este tipo de cristianismo es en donde permitimos que la gente nos pisotee. Y muchas veces oí a hermanos hablando de la mansedumbre decir lo siguiente: «hay que ser mansos, pero no mensos», cuando hablaban sobre permitir que otros nos pisotearan. Sin embargo, el ejemplo a imitar que tenemos es nuestro Señor Jesús, quien fue el «tapete definitivo». Él se dejó flagelar, insultar, que hicieran mofa de Él, que le escupieran, que lo desnudaran e incluso permitió ser crucificado por hombres malvados. Y en su Palabra somos llamados a ser como Él. Aunque claro, no faltará quien diga: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír? (Juan 6.60). Por eso en el reino de los cielos no entrarán los cobardes (Apocalipsis 21.8).


b. La segunda expresión de mansedumbre es perdonar las heridas o lo pecados de los demás. El pasaje clásico de las Escrituras sobre perdonar a otros es la parábola del siervo que no perdonó a su consiervo que le debía cien denarios, y que se encuentra en Mateo 18:23-35. Pablo nos dice cómo y porqué debemos perdonar. Escuche:


Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo. (Efesios 4.32 LBLA)


Este es el estándar de perdón, como Cristo nos perdonó a nosotros, de esa misma manera debemos perdonar nosotros (Colosenses 3.13). Este perdón no solo implica dejar de lado los sentimientos de dolor, ira o enojo que pudiéramos tener, sino que implica incluso que olvidemos lo que se nos hizo; porque de esa manera nos perdonó Dios; pues dice:


Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados. (Isaías 43.25 RVR60)


El perdón que nos provee Dios, por decirlo de una manera gráfica, nos deja como un automóvil 0 Km; es como si jamás hubiésemos pecado. Y Él, al habernos perdonado millones de pecados, espera que nosotros perdonemos a quien comete unas pocas faltas contra nosotros. Y es más, este perdón debe ser continuo, incluso varias veces al día. Escuche:


Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale. (Lucas 17.3–4 RVR60)


Hermanos, una cosa que debemos entender es que el perdón no es una cosa opcional, no es si queremos perdonamos, sino que estamos obligados a hacerlo, pues de otra manera no seremos perdonados por Dios Padre. Escuche:


Y cuando oren, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que también su Padre que está en los cielos les perdone a ustedes sus ofensas. Porque si ustedes no perdonan, tampoco su Padre que está en los cielos les perdonará a ustedes sus ofensas. (Marcos 11.25-26 RVC)


El no perdonar a alguien es algo gravísimo; porque de no hacerlo, nuestro pecado permanece, ya que no ha sido perdonado por Dios. Ahora, si partimos de este mundo no habiendo sido perdonados, no podremos entrar al cielo. Ya sé que todos los hermanos que creen que la salvación no se pierde saltaron de sus asientos; pero permítanme explicar lo dicho.


El Señor en más de una ocasión menciona que no seremos perdonados por el Padre si no perdonamos a quien nos ofenda. Por lo tanto, si lo dijo más de una vez, el tema es serio. Supongamos que morimos sin perdonar, teniendo rencor contra alguien, eso significa que mis pecados no fueron perdonados y, por tanto, permanecen conmigo. Entonces, si Dios mismo dijo que no nos perdona si no perdonamos, ustedes creen que Dios nos va a decir en la puerta del cielo: —«ah, hijo, no perdonaste en vida como te mandé, así que nunca perdoné los pecados que cometiste desde entonces; pero no pasa nada, entra en el reposo de tu Señor». ¿En serio pensamos que eso va a pasar? Porque si dijo algo, lo cumple, porque es imposible que Dios mienta (Hebreos 6.18), y Él no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2.13). No importa cuánto nos ame, pero su amor no se sobrepone a su justicia o a su santidad, la primera se aplicará siempre y la segunda no tolera la presencia del pecado.


No mis hermanos, ninguno de nosotros entrará en el cielo si no perdonamos las ofensas de otros. Porque lo que pasará en el caso de que muramos sin perdonar a otro, es esto:


Entonces, llamándole su señor le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas. (Mateo 18.32–35 RVR60)


Mis hermanos, que no nos engañe el diablo, pues Dios no tolera el pecado en su presencia, por eso lo expulsó cuando se halló maldad en su corazón (Ezequiel 28.16-17). Es que los ojos de Dios son tan limpios que ni siquiera tolera ver el mal (Habacuc 1.13). No, hermanos, no podemos no perdonar, debemos perdonar sí o sí si es que queremos tener acceso al cielo.


Y a decir verdad, el perdonar a otros sus ofensas nos devuelve al primer rasgo de las Bienaventuranzas, esto es, a los «pobres en espíritu». Ya que nuestra disposición a perdonar a los demás, se puede decir que es proporcional a nuestra comprensión de cuánto hemos sido perdonados por Dios. Si nos sentimos cómodos con nuestro estilo de vida decente porque no cometemos los pecados flagrantes de nuestra sociedad o si no vemos mucha «necesidad de un perdón continuo», entonces es probable que no perdonemos fácilmente a otros cuando pecan contra nosotros.


Solo aquellos que son conscientes de su bancarrota espiritual, están dispuestos a perdonar como Cristo los perdonó; porque reconocen que aunque se les ha dado un corazón nuevo (Ezequiel 36.26), este todavía es engañoso más que todas las cosas y perverso (Jeremías 17.9); y la carne, la que todavía habita en nosotros, lucha contra el Espíritu Santo dentro nuestro cada día (Gálatas 5.17); pues aquella ley que nos lleva cautivos a hacer el mal, es parte de nuestros miembros (Romanos 7.23). Aquel que es plenamente consciente de ello, es decir, el que es verdaderamente «pobre en espíritu» reconoce su condición caída y cuánto perdón ha recibido; esa persona siempre está dispuesta a perdonar, porque ve el ejemplo de su Señor y dice: «Si al Señor le hicieron más y perdonó, ¿quién soy yo para no hacerlo?». Pero aquel que es como el fariseo orgulloso y soberbio, que se creía justo y sin pecado, despreciará a quien le ha ofendido y se negará a perdonar.


c. Para continuar, veamos la tercer área de la mansedumbre hacia otros que es devolver bien por mal. El pasaje clásico que nos habla acerca de esto es Romanos 12 donde dice:


No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. (Romanos 12.17–20 RVR60)


Muy pocos de nosotros en occidente hemos experimentado una persecución real como la que sufren los hermanos en medio oriente, en los países musulmanes del norte de África, en India o en China. Pero sí podemos ser dañados, difamados o defraudados. Y frente a eso, no debemos pagar mal por mal, sino bien por mal. Y una de las mejores formas de bendecir a las personas es orar por ellas, tal como nos mandó el Señor Jesús cuando dijo:


Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. (Mateo 5.44–45 RVR60)


A menudo, los perpetradores de actos hirientes o dañinos son nuestros hermanos en la fe; pero lo que debemos hacer es orar para que Dios los bendiga como quisiéramos que Él nos bendijera a nosotros. Y si por el contrario son los incrédulos los que han hecho algo en contra nuestra, también debemos orar, pero en este caso será para que Dios los lleve a creer en el evangelio y a confiar en Cristo para ser salvados de la condenación eterna, además de pedir, como el Señor, que Dios no les tome en cuenta sus pecados. Ya que no podemos devolver mal por mal, ni tampoco difamar a alguien que nos ha difamado. Pero es triste decirlo, porque no es lo que ocurre en nuestras iglesias hoy en día, sino que vemos como los hermanos toman venganza por lo que se ha dicho de ellos; en vez de seguir lo que nos dice su Palabra. Escuche:


Sin duda, ya es bastante grave que haya pleitos entre ustedes. ¿No sería mejor pasar por alto la ofensa? ¿No sería mejor dejar que los defrauden? ¡Pero el caso es que son ustedes los que cometen el agravio, y los que defraudan, y lo hacen contra los hermanos! (1 Corintios 6.7–8 RVC)


Mis hermanos, si nos damos cuenta, la mansedumbre es verdaderamente humildad en acción. Pues se necesita humildad para someternos a la Palabra de Dios y no tratar de que ella se adapte y se someta a nosotros y a lo que queremos. También se necesita humildad para no murmurar o quejarse de los eventos difíciles y dolorosos de la vida, sino verlos como la obra de Dios para hacernos crecer más y más a la semejanza de Cristo; tal como hablaba en el episodio pasado. Del mismo modo se necesita humildad para soportar y perdonar a quienes nos lastimaron en alguna forma. Y ciertamente se necesita humildad para devolver bien cuando se nos ha hecho el mal.


John Blanchard en su libro Right With God (Justo con Dios), dijo:


«La mansedumbre es una gracia definitoria, producida por el Espíritu Santo en la vida del cristiano, que caracteriza la respuesta de esa persona hacia Dios y el hombre.


La mansedumbre hacia Dios es un espíritu de sumisión a todos los tratos de Dios con nosotros, especialmente aquellos que nos causan tristeza o dolor, con la firme convicción de que en todos ellos está obrando con gracia, sabiduría y soberanía; sabiendo que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien (Romanos 8.28).


La mansedumbre hacia el hombre significa soportar pacientemente las acciones hirientes de los demás y lidiar con gentileza con sus fracasos, no solo con la seguridad de que todos ellos están bajo el control providencial de Dios, sino con el conocimiento de que no tenemos derecho a ser más fuertes que el más débil de nuestros amigos o mejor que el peor de nuestros enemigos».


De hecho, mis hermanos, si lo pensamos bien, la mansedumbre no tiene nada que ver con la personalidad o el temperamento de uno; porque el desarrollo y la manifestación de la mansedumbre, es obra exclusiva del Espíritu Santo. Para quienes hayan leído la carta de Pablo a los Gálatas, sabrán de sobra que la mansedumbre es uno de los nueve frutos que manifiesta en nosotros el Espíritu Santo, en la medida que Dios va actuando en nuestras vidas y los va desarrollando. Dice así su Palabra:


Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. (Gálatas 5.22–23 RVR60)


Aunque, reconozcámoslo, hermanos, este fruto del Espíritu, no es para nada popular en este mundo; pues hemos nacido -y vivimos- en medio de generaciones que han sido criadas y educadas en la soberbia, el desprecio por el débil y la depredación, es decir, ser depredadores; y nadie quiere ser el «tapete de nadie»; pues se nos aconseja a no dejar que se nos pisotee, que se nos pase a llevar o que se nos falte el respeto. El mundo nos habla de que una persona mansa es tímida, cobarde, insegura y fácilmente dominada o intimidada por otros.


Para el mundo la mansedumbre y la humildad son sinónimos de debilidad. Sin embargo, es totalmente lo opuesto, pues la mansedumbre es poder. Aunque, claro, el mundo piensa más en aquellos que hacen alarde de su valentía y logros, y los celebra y vitorea; mientras que desprecia al manso, el que a sus ojos no es más que un pusilánime incapaz de defenderse. Pero se necesita más fuerza, coraje y valentía para resistir la persecución, el agravio y el ser pisoteados, que no hacerlo. A decir verdad, la misma definición de mansedumbre implica fuerza bajo control.


No obstante, nuestro ejemplo máximo de mansedumbre es nuestro Señor Jesús, como ya lo he dicho. Sí, Jesús fue manso y humilde de corazón. Sin embargo, Él fue el más fuerte de los fuertes, el más valiente de entre todos los valientes. Pero no era un matón, claro; tampoco fue un cobarde, ni mucho menos fue una presa fácil, porque únicamente pudieron ponerle la mano encima cuando su tiempo se había cumplido. Por ejemplo, cualquiera puede ofrecer una respuesta sarcástica y enojada a alguien que nos está ofendiendo. No obstante, se necesita paciencia y fuerza para guardar silencio cuando somos criticados y/o atacados. Y en los evangelios leemos que ni siquiera las acusaciones falsas, los esputos, los golpes, o el escarnio y las burlas pudieron romper el silencio manso de nuestro Señor Jesús. Es que, vuelvo a decir, cualquiera puede responderle a alguien que lo está atacando; cualquiera de nosotros puede agredir a uno que le está agrediendo, pero ser mansos es mejor que ser fuerte. Escuche:


Mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad. (Proverbios 16.32 LBLA)


Aunque, no sé si usted está plenamente consciente de que el ser mansos no es una opción, sino que es un mandamiento salido de la boca de Dios, a través de la persona del Señor cuando dijo: —«y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11.29). Destaco estas últimas palabras: «aprended de mí y hallaréis descanso para vuestras almas».


¿Cuánta paz se puede encontrar al aprender a ser como Jesús? Basta con que aprendamos y creamos que a través de la mansedumbre y la humildad podremos encontrar descanso; porque, por ejemplo, ya no tendremos que competir con otros para demostrar que somos mejores; tampoco nos ofenderemos con los desaires de los que podamos ser víctimas. Ni mucho menos necesitaremos dominar o estar en control de las situaciones y las personas. Por eso en Santiago encontramos las siguientes palabras; escuche:


¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Que muestre por su buena conducta sus obras en mansedumbre de sabiduría. (Santiago 3.13 LBLA)


La mansedumbre, es una de las características más hermosas y entrañables que podemos cultivar en nuestras vidas; además de estar repleta de sabiduría. También es una de las que conlleva mayor valentía, como vimos en el ejemplo del Señor. Y porqué no decirlo, la mansedumbre es la respuesta a tanto sufrimiento en la sociedad. Ya que si lo pensamos bien, el orgullo y la soberbia son la fuente de casi todos los males del mundo.


Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es: ¿queremos ser mansos como el Señor? En el libro Doscientas anécdotas e ilustraciones de Dwight Moody; existe una ilustración llamada «Por la manera de caminar», y dice así:


—Este hombre ha estado en un colegio militar —le dije en cierta ocasión a un amigo.

—Efectivamente, pero ¿cómo lo supiste? —me respondió él.

—Por su manera de caminar.

Es igual con los cristianos; podemos saber si han estado con Jesús por su manera de andar.


En esta ilustración, podemos ver que mientras más caminamos con Jesús, más iremos imitándolo y otros podrán verle a Él a través de nosotros. Porque quizás, la única Biblia que una persona leerá en su vida, es su testimonio y el mío como creyentes.


Sin embargo, este pequeño pasaje del sermón del monte, especialmente hoy en día, es visto no solo como difícil, sino como un imposible en su aplicación entre los creyentes de la actualidad; y según algunos comentaristas bíblicos, el ser mansos es «impracticable». Esto es, porque claro, no están dispuestos a negarse a sí mismos, a callar cuando son agredidos o a poner la otra mejilla cuando son abofeteados. Muchos lo ven de esta manera, porque la mansedumbre, como dije anteriormente, es la expresión última de la humildad. Por eso dijo el Señor que Él era «manso y humilde de corazón».


C.S. Lewis, dijo: «La humildad no es pensar menos de ti mismo, sino pensar menos en ti mismo».


Mis hermanos, humillarnos a nosotros mismos puede cambiar nuestras vidas. Porque en Mateo 23:12 se nos dice: Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Y en Proverbios 3:34 leemos que: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Por lo tanto, cualquiera que esté dispuesto a humillarse podrá encontrar toda la misericordia que Dios nos ofrece. ¡Qué pensamiento tan maravilloso es este! ¡El orgullo puede destruirnos, mientras que la humildad puede recompensarnos!


No sé si nos damos cuenta que el orgullo y la soberbia, nos hacen ser estériles, sin frutos espiritualmente hablando; ya que nos creemos tan perfectos, que según nosotros, no necesitamos nada. Pero permítanme que les lea una ilustración que encontré sobre esto. Escuche:


Cuando un padre y su hijo viajaban por una carretera, pasaron junto un campo de maíz. Entonces, el niño señaló lo fuertes y maravillosos que eran los tallos que se erguían más altos que los demás, maravillándose de lo rectos e inflexibles que eran. Al tiempo que hizo una mueca ante los tallos que parecían colgar más bajos. Pero su padre sabiamente le dijo que, de hecho, los altos eran así porque no tenían sustancia, ya que carecían de peso que les evitara elevarse más que los otros, es decir, no tenían fruto. Mientras que los mejores tallos, los más llenos mazorcas, eran los más cercanos al suelo.


Esto nos deja ver que aquellos que se elevan altos, erguidos y orgullosos de «no ser como los demás», son los que precisamente, carecen de todo fruto. Mientras que los humildes, los más bajos, los más cercanos al suelo, son los que no se elevan debido al peso del fruto que llevan consigo.


Agustín de Hipona, dijo: «Fue el orgullo que transformó a los ángeles en demonios; y es la humildad la que hace que los hombres sean ángeles».


Mis hermanos, Dios abomina, desprecia y odia la soberbia, tal como leemos en Proverbios 6; y aunque si miramos la lista, nos daremos cuenta que todo lo que Dios menciona en ella, tiene su origen en el orgullo. Lo voy a leer:


Hay seis cosas que el Señor odia, no, son siete las que detesta: los ojos arrogantes, la lengua mentirosa, las manos que matan al inocente, el corazón que trama el mal, los pies que corren a hacer lo malo, el testigo falso que respira mentiras, y el que siembra discordia en una familia. (Proverbios 6.16–19 NTV)


Reconozcámoslo, nuestra naturaleza humana siempre clama por atención. Es que no hay nada que nos guste más decir que: «Yo, yo, yo, yo, yo y yo». Pasamos mucho tiempo pensando en cómo complacernos a nosotros mismos y cómo hacernos lucir mejor frente a los ojos de los demás. Pero ¿fue eso lo que nos enseñó Cristo? ¿Fuimos llamados para eso? ¡Por el contrario! Y tal como ya cité las palabras del Señor, fuimos llamados a ser mansos y humildes de corazón.


Lo que nos pide Dios es que deseemos tener un corazón de esclavo al servicio de Él y de otros; esa debería ser nuestra meta en la vida como creyentes. Si le pedimos que transforme nuestro corazón rebelde y orgulloso, por uno como el de su hijo, lleno de humildad y mansedumbre, Él nos lo concederá.


Porque si miramos al Señor, podremos ver su ejemplo, que Él siendo el maestro y el superior de sus discípulos, les lavó los pies. No sé si somos conscientes que el Rey de reyes y Señor de señores, creador y sustentador de todo el universo, vino a servir a sus criaturas y ofreció su vida por ellas. ¿Acaso somos mejores que Él para no servir a los demás? ¿O somos superiores a Él como para pensar que somos demasiado importantes como para lavar los pies a un hermano en la fe? Déjenme leerles unos versículos.


Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os lavé los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Si sabéis esto, seréis felices si lo practicais. (Juan 13:13–14 y 17 LBLA)


Mis amados, hay más alegría en servir a los demás que en servirse a uno mismo, tal como dijo el Señor. Sí, servirse a uno mismo se siente bien, pero es temporal. Y con demasiada frecuencia lo hacemos, aunque no es más que el equivalente a una emoción barata. Para poder tener una verdadera alegría que sea más duradera, hay que servir a los demás; hay que lavarle (literalmente) los pies a los hermanos. Por eso la Palabra nos dice:


El orgullo lleva a la deshonra, pero con la humildad viene la sabiduría. (Proverbios 11.2 NTV)


El corazón humilde está feliz y gozoso, pues sabe como recibir instrucción, incluso en puestos de liderazgo. ¿Cómo respondemos a alguien que nos dice cómo hacer las cosas? No sé ustedes, pero en mi falta de humildad digo: «¡Ya, si sé hacerlo!». El fruto de la humildad se muestra en como respondemos a la instrucción, incluso cuando pensamos que no la necesitamos. No se trata solo de ser sumisos a la autoridad, también se trata de cómo reaccionamos ante ella. Por ejemplo, ¿usted murmura o se queja en voz baja porque tiene que esforzarse por hacer algo que su jefe o jefa, quien es perfectamente capaz de hacerlo por sí mismo, le manda a hacerlo a usted? ¿O se molesta cuando alguien le dice cómo debe hacer algo, a pesar de que usted sabe cómo hacerlo? En este mismo libro de Dwight Moody, llamado Doscientas anécdotas e ilustraciones, encontramos la siguiente. Escuche:


«La lección más difícil de aprender es la humildad. No se enseña en los colegios de este mundo, sino en la escuela de Cristo. Y es el más raro de los dones. Pues pocas veces encontramos a un hombre que sigue de cerca las pisadas del Maestro en mansedumbre y humildad. Creo que aprender a ser humildes fue la lección más difícil que recibieron los discípulos del Señor aquí en la tierra. Porque Jesús no dijo: «Aprended de mí, que soy el más grande de los pensadores de este siglo. He hecho milagros como ninguno. He demostrado de mil maneras mi poder sobrenatural». No, la razón que dio para aprender de Él era: «porque soy manso y humilde de corazón».


Es que pareciera ser que como creyentes queremos creer que seguimos a Cristo en todo, pero somos más bien como este niño. Escuche:


Un maestro de escuela dominical había estado hablando del rico y Lázaro. Cuando terminó, les preguntó a los niños ¿Cuál de los dos les gustaría ser? Un muchacho respondió: —Me gustaría ser el hombre rico en vida y Lázaro después de muerto. Pero eso no puede ser. O es la carne y la corrupción, o es el espíritu y la vida eterna. No hay puente entre una y otra condición».


Del mismo modo nosotros, o seguimos a Cristo con todo lo que implica o sencillamente no lo hacemos. Para el Señor es blanco o negro, con Él no existen los grises; porque bien dijo:


El que no está conmigo a mí se opone, y el que no trabaja conmigo, en realidad, trabaja en mi contra. (Lucas 11.23 NTV)


Mis hermanos, he querido enfocarme en Jesús en este episodio, porque debemos aprender de Él; tal como él dijo, debemos tomar su yugo e ir tras Él en el camino que Él nos trazó; aprendiendo esta mansedumbre, siguiendo su ejemplo de humildad, pues de otra forma, jamás podremos heredar esta promesa que comienza a registrarse en los salmos de David:


Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz. (Salmos 37.11 RVR60)


Amados, de esta mansedumbre que nos habla el Señor Jesús, en lo personal, me cuesta horrores; porque reconozco que en mí no mora el bien (Romanos 7.18).


Y la condición actual de la iglesia es de una profunda soberbia, la cual nos ha llevado a multitud de despropósitos, como enfocarnos en el espectáculo más que en la Palabra, en la producción más que en el mensaje, en los edificios más que en las personas; nos creemos dueños de la verdad absoluta porque seguimos tal o cual corriente evangélico-teológica y despreciamos a los demás hermanos que no creen lo mismo que nosotros. Pero Dios, en su infinito amor, nos ha enviado un maestro, un modelo perfecto a quien podemos imitar, el cual es nuestro glorioso Señor Jesús; el mismo que nos invita a seguirlo a Él, ya que nos trazó un camino, tal como dice la Palabra en Hebreos 10.20: por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne.


Ese es nuestro yugo, uno de mansedumbre, el cual es fácil y ligero, pues no estamos solos. Ya que si Jesús nos acompaña, solo nos resta perseverar en el camino angosto que lleva a la vida (Mateo 7.13-14). Porque Dios ha prometido, que al final heredaremos la tierra junto con Cristo, si es que somos mansos en nuestro peregrinar en el mundo, tal como nuestro Salvador. Así que, confiemos en el Cordero que nos guía y sigámosle sin fluctuar, pues bien dice su Palabra:


Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió. (Hebreos 10.23 RVR60)


Que el Señor les bendiga.



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