Vino la tercera vez, y les dijo: Dormid ya, y descansad. Basta, la hora ha venido; he aquí, el Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores. (Marcos 14:41)
En Getsemaní, algunos momentos antes de ser arrestado, el Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Mi alma está triste, hasta la muerte» (Marcos 14:34). E invitó a sus discípulos más cercanos a quedarse con Él y a velar en oración. Se apartó de ellos y postrado en tierra, se apoderó de Él una gran angustia, porque Él, santo, justo y perfecto, iba a cargar con nuestros pecados y a ser hecho pecado en nuestro lugar.
Nos es imposible comprender lo que fueron los padecimientos previos a la cruz, pues Él sabía a la perfección el juicio que merece el pecado, y lo que representa el eterno castigo de ellos. Todo esto, nuestro amado Salvador lo experimentó profundamente en aquel momento. Allí le vemos exclamar: «Abba» –forma afectiva que expresa la más íntima relación con el Padre–, «todas las cosas son posibles para ti» (Marcos 14:36). Pero la copa está delante de Él, llena de la ira de Dios contra nuestros pecados, y es necesario que Él la acepte.
Nosotros, acostumbrados el pecado, porque es lo propio de nuestra vieja naturaleza (Romanos 7:22–25; 8:7), tenemos ante nosotros a aquel en quien no había «pecado» (1 Juan 3:5), quien «no hizo pecado» (1 Pedro 2:22), y que tampoco «conoció pecado» (2 Corintios 5:21). A ese Cordero santo y sin defecto se le cargó con el pecado como si fuese suyo, siendo Él inocente.
Ante la incapacidad de sus discípulos para compenetrarse con los sufrimientos de Él; el Señor Jesús se les acerca, lleno de amor, para decirles: «Basta» (Marcos 14:41). Y además, con su muerte en la cruz respondió por ellos –y por nosotros– ante Dios. Así que hermanos, con corazones llenos de agradecimiento rindámosle nuestra profunda adoración a aquel que ocupó el lugar que merecíamos y recibió el castigo que nuestros pecados merecen.
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