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El Espíritu Santo desde Pentecostés



Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos… Y fueron todos llenos del Espíritu Santo. (Hechos 2:1, 4)


Fuente: La Buena Semilla


Antes de que el Señor Jesús volviera al cielo, dijo a sus discípulos: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré» (Juan 16:7). Estas palabras se cumplieron cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en Pentecostés.


Desde entonces, el Espíritu Santo habita personalmente en cada creyente. Todo aquel que cree en el Evangelio lo recibe. «Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gálatas 4:6): Poseemos el Espíritu como sello, como garantía (arras), como unción y como testimonio (Efesios 1:13, 14; 4:30; 1 Juan 2:20, 27; 5:7; 2 Corintios 1:21-22).

Pero el Espíritu Santo habita también en la totalidad de todos los creyentes, es decir, en la Iglesia en su conjunto. El Señor Jesús murió no solo para salvar a los pecadores, sino también «para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:52). Esto sucedió a través del Espíritu Santo. Él es el vínculo por el cual cada creyente está unido al Señor en el cielo y con los demás creyentes.

El Nuevo Testamento relaciona claramente la verdad de la Iglesia con el Espíritu Santo. Cuando la Iglesia es vista como la casa de Dios, es una «morada de Dios en el Espíritu». Cuando se trata de ella como la esposa de Cristo, el Espíritu la guía a esperar a su esposo. Si se la considera como el cuerpo de Cristo, leemos: «Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo» (1 Corintios 12:13). Este bautismo del Espíritu Santo tuvo lugar en Pentecostés, cuando se formó la Iglesia.


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