La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. (Juan 4:23)
Durante sus viajes, a veces el apóstol Pablo pasaba siete días con los cristianos de una ciudad. Probablemente, lo hacía para celebrar la Cena con ellos. Aprovechaba los días de reposo para anunciar a Cristo en las sinagogas, y el resto de los días predicaba en las plazas públicas o en las familias. Pero en el capítulo 20 de los Hechos (específicamente en el verso 7) lo vemos reunido con los hermanos y hermanas, el domingo, para recordar al Señor. El objetivo de la reunión era partir el pan, como lo habían hecho los discípulos cuando el Señor Jesús instituyó la Cena, justo antes de su crucifixión. Allí el Señor «tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama» (Lucas 22:19-20).
«Partir el pan» es recordar a Cristo, pues simboliza a aquel que se hizo hombre y recibió toda la ira, el escarnio y el desprecio de sus criaturas, dejándose clavar en una cruz: Y cuando dijo: «Esta es mi sangre». Fue para que hiciéramos memoria de su sangre derramada, de su sacrificio vicario y de su muerte. La copa simboliza aquella sangre «que nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7) y nos justifica para estar en paz con Dios (Colosenses 1:20)y como justos delante de su presencia.
El Señor Jesús, físicamente hablando, no está más aquí como en el tiempo de los evangelios, pero dejó esta promesa: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18:20). Es allí donde debemos encontrarnos el domingo para recordar al Señor y anunciar su muerte hasta que él vuelva (1 Corintios 11:26), y asimismo, para adorar al Dios trino.
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