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  • Foto del escritorIris P.

EL CUERPO DEL PECADO



El apóstol Pablo, hablando de su propio pecado que lo llevaba cautivo a hacer el mal, dijo:


¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7.24)

Bien sabemos que el primer hombre creado (Adán), dejó la comunión íntima que tenía con su Creador al ponerle oído a su mujer, desobedeciendo así a Dios. Antes de eso, no conocía el mal, ya que era limpio como los ángeles; del mismo modo era su mujer, pero esta fue sutilmente engañada por Satanás. Tras comer del fruto prohibido por Dios, de inmediato murieron espiritualmente y la maldad se apoderó de ellos, y nos las heredaron de generación en generación. Y aquel corazón puro creado por Dios se volvió la fuente del mal del ser humano.


Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre. (Mateo 15.19–20)

Desde entonces estamos inclinados a hacer lo malo, pues no es necesario que hagamos algún esfuerzo para hacer el mal; pero en contraste, nos cuesta mucho hacer el bien, ya que debemos esforzarnos. Por ejemplo, nada nos cuesta ser egoístas, mentirosos, mal agradecidos, desobedientes, etc. Sin embargo nos cuesta mucho ser generosos, sinceros, hablar siempre con la verdad, hacerle bien a nuestros semejantes, etc.


De igual forma como dijo el apóstol Pablo: ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Cada creyente que desea de todo corazón vivir en santidad, clama de la misma manera cuando comete un pecado. Pues a medida que buscamos la santidad de Dios, nuestro odio por nuestros propios pecados crece en directa proporción, es decir, que si crecer la santidad, del mismo modo, crece el odio hacia nuestro propio pecado que mora en la carne.


Está escrito:


Pues la paga que deja el pecado es la muerte, pero el regalo que Dios da es la vida eterna por medio de Cristo Jesús nuestro Señor. (Romanos 6.23 NTV)

A esto vino Cristo, para librarnos de la maldición del pecado, ya que este se enseñorea de todo nuestro ser y nunca dejamos de pecar. Pero es en este poder de libertad que nos ofreció Cristo es que podemos vencer al pecado:


Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. (2 Timoteo 1.7)

Echemos mano del poder de Dios para evitar pecar, porque en él somos más que vencedores (Romanos 8.37), para así poder vivir como el Padre desea que vivamos delante de él, esto es, en santidad y sin mancha (Efesios 1.4).


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